12/06/2022
 Actualizado a 12/06/2022
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Por si acaso… fue una de las expresiones más oídas a los abuelos, aquéllos para los que hacía falta hasta lo que no era necesario y guardaban lo más insignificante… por si acaso.

Siempre hubo un retal en el baúl para apañar un siete de alguna prenda, antes de que la palabra ‘remiendo’ sólo se usase para socavones de carreteras. No faltó un tarugo de madera guardado en alguna parte para apuntalar un poste o un trozo de alambre para sujetar la portillera. Eran tiempos en que un bote mutaba en almacén de puntas, la caja de galletas en costurero y un corte de mangas –hecho sin acritud alguna– convertía una camisa de invierno en prenda veraniega, invirtiendo al mismo tiempo las estaciones y el cuello, desgastado por barbas recias. Labor rematada con un suspiro y aquel ‘como nueva’ de la abuela. Era tal su afán por convertir las cosas en eternas que la camisa, años más tarde, estrenaba función abriéndose en tres jirones mientras ella sentenciaba: ‘pa trapos’. Y los trapos sí que eran eternos. Ante un percance, no corrían a comprar ropa nueva, a la tienda de bricolaje o a los chinos porque aquellas insignificancias que guardaban por si acaso, acababan siendo tan necesarias como pensaban.

Pero era en la cocina donde hacía magia. Las cosas crecían entre sus manos y de un trozo de pan tirando a escaso y un tazón de nata, sacaba siete meriendas como Dios manda. La salsa sobrante del pollo sería aliño de lentejas y la pechuga reseca que todos esquivaban, se camuflaba en sedosas y disputadas croquetas.El pan duro renacía en tazas de leche migada y en cazuelas de sopas de ajo, en torrijas, pan rallado o, en último caso, menú de cerdos y gallinas. Los restos del cocido se convertían en ‘ropa vieja’ que no acababa en trapos si no en una exquisita tortilla de chorizo y carne. No faltaban guindas en orujo para aliviar dolencias, ni enebro seco para la circulación del abuelo, ni pimientos durmiendo en botes de cristal o reinetas extendidas, como una manta olorosa en el corredor de la casa, para ser manjar de invierno.

Así funcionaban aquellos sabios sin estudios que firmaban con un garabato, pero sabían tras de lo que andaban porque les salían las muelas del juicio a los dieciocho años y exprimían la utilidad de las cosas hasta verlas morir de desgaste, después de varias vidas. Los mismos que besaban el pan cuando se caía al suelo. Y lo hacían por simple respeto, no por cosas de iglesia, que al abuelo se le daban mal los rezos. Lo besaban por tenerlo, por agradecimiento, porque conocieron las penurias de una guerra y su postguerra, con las balas del hambre causando tantas bajas como la metralla.

Y aquí andamos, los listos estudiados, los del mundo envasado al vacío hasta que el planeta vomitó plástico, los del yogur caducado en la basura, los de usar y tirar sin guardar nada, rozando el límite del consumismo descabellado. Ahora toca desandar caminos, reinventar lo ya inventado y volver a la cultura del ahorro porque a la fuerza ahorcan, una guerra secuestra el pan del mundo y los misiles del hambre amenazan al planeta. Lo ordenan los mismos que un día nos inculcaron la cultura del consumismo y despilfarro, en la que nos hemos movido como pez en el agua engordando ‘su’ economía y ahora, a golpe de ley y sanciones económicas, exigen que nos salgan las muelas del juicio.

Casi un año lleva a vueltas un Consejo de Ministros elaborando un Borrador, un Anteproyecto con quince artículos en cinco capítulos, cuatro disposiciones finales y una adicional… hasta presentar ante las Cortes un Proyecto de Ley para que, a su vez, un Gobierno apruebe una sarta de normas y sanciones: Ley de Prevención de las Pérdidas y el Desperdicio Alimentario. Casi un año, cincuenta y tres letras y diez palabras para nombrar a lo que toda la vida de dios se llamó Sentido Común y acabar haciendo lo que la abuela hizo toda su vida, guiada por un respeto ancestral hacia los alimentos: convertir el pollo en croquetas, la nata en meriendas y la fruta pasada en mermelada. Repartir las manzanas con el que se las pilló la helada, la lechuga diaria para el viejo vecino que ya no andaba para cavar huertos y si quedaba algo de todo esto, alimentar a los cerdos con ello. La única norma no incluida en la ley de las diez palabras es besar el pan cuando cae al suelo, algo que ahora, la madurez comprende y recuerda con una ternura que rompe.

No hacían falta tanto tiempo, políticos, anteproyectos, proyectos y leyes en el BOE, pretendiendo combatir por imperativo legal lo que debería ser por imperativo ético de cada uno. Media docena de ancianos se lo hubiesen explicado perfectamente: «con las cosas de comer no se juega». Seguro que también les aconsejarían recorrer esa cadena alimenticia a la inversa, hasta llegar a la tierra que produce los alimentos y, ya de estar, que legislen también para mantenerla viva… por si acaso. No vayamos a necesitarla, viendo la deriva que toma el mundo, y la encontremos convertida en trapos a los que ni la abuela sacaría partido.
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