24/10/2019
 Actualizado a 24/10/2019
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Pier Paolo Pasolini, nada sospechoso de ser, mientras vivió, facha o de derechas, afirmó, a raíz de las manifestaciones del mayo del 68, en París, que él defendía a los policías, los únicos obreros de esa película, puesto que los manifestantes eran todos niños de papá que no tenían otra cosa mejor que hacer que dar voces y repartir hostias. Algo similar, cree uno, es lo que sucede estos días en Barcelona: los tipos que si bien no salen a repartir, pero lo fomentan y dirigen como hacían sus mayores en París, son hijos de la alta burguesía catalana y, como tal, además de todas las connotaciones habituales, son seguramente la gente más despreciable que hay en España. Son, sobre todo, racistas, porque no hay más que oír las chorradas que gritan, ellos y sus mayores, contra el resto de los españoles, a los que consideran poco menos que retrasados, y no sólo en lo económico, sino también en lo de las ideas, en lo cultural y en lo espiritual. En fin... ¿Qué solución hay para que ese desaguisado se pare? Wenceslao Fernández Flórez, que escribió durante veinte años las crónicas parlamentarias para su periódico, el ABC, en una de ellas cuenta como se encuentra con un señor con las manos vendadas de forma aparatosa en la sala de espera de una estación de tren. «¿Qué le ha pasado para tener las manos así? Pues mire usted, –le contesta el paisano–, soy el alcalde de un pueblo pequeño y he llegado a la conclusión que todo se arregla aplaudiendo. ¿Qué hay bronca en el pleno del ayuntamiento? Pues yo aplaudo mientras los demás riñen y como no paro, no les queda más remedio que callarse y se unen a mí en la ovación. Sin ir más lejos, hace cinco días un borracho secuestró a una joven para violarla y, al verse descubierto, no tuvo más remedio que huir. Lo hizo al tejado de la casa de cultura y mientras gateaba entre las tejas, comenzaron a tirarle piedras. Hasta que llegué yo y les hice parar, e inmediatamente me puse a aplaudir. Me siguió todo el pueblo y el estruendo era espectacular. El hombre quedo extrañado y pasados unos minutos empezó a hacer reverencias. Luego se atrevió a saltar a la pata coja y más atronador se volvía el aplauso. Al ir cogiendo confianza, se puso a hacer el pino, y, ¡claro!, resbaló y se cayó sobre las baldosas de la plaza. Quedó ‘espanzurrao’. Una persecución que pudo haber sido peligrosa, acabó sin más heridos que el culpable y todo porque no cejamos en el aplauso. Desde ese día, no he dejado de aplaudir y ya me ve usted». Uno puede llegar a creer que esta solución sigue siendo válida hoy en día. ¡Y encima con los medios técnicos que tenemos ahora, que lo amplifican todo! Imaginaos a la policía aplaudiendo como locos cuando son atacados por los del comité ese de la república. Al principio se extrañarían, pero como todos somos muy vanidosos, no les quedaría más remedio que parar en la algarada para agradecer tanta ovación y, al final, satisfecho su ego, volverían a sus casas para contárselo a sus familiares y a sus amigos y enorgullecerse del reconocimiento de las ‘fuerzas de ocupación’ a sus ideas. Tenemos que ponerlo en práctica sin tardanza. De todas formas, no hay nada nuevo bajo el sol. Los romanos antiguos eran el pueblo más aburrido de la antigüedad y el que más reglas impuso. Una de ellas, por ejemplo, fue la ‘ovación’. Nada que ver, no creáis, con la actual. Cuando un cónsul mataba en cruenta y desigual batalla a más de diez mil enemigos, se le concedía el ‘triunfo’: un desfile por las calles de Roma dónde era aplaudido sin cesar por todo el pueblo. Pero, si para su desgracia, se cepillaba a menos de diez mil, (pongamos por caso a nueve mil novecientos noventa y nueve), no recibía el Triunfo, sino la dichosa ‘ovación’, que consistía en recompensarlo con una oveja, que en latín se dice ‘ovis’, y con tan escueto premio se tenía que conformar. Luego, los españoles revivimos la palabra para usarla, sobre todo, para mostrar nuestra admiración a los toreros, a los corredores de los encierros de San Fermín o para agradecer a la selección de ba-lon-ces-to que sean campeones del mundo. No digo que no sean buenas excusas para aplaudir; no. Pero estaría bien reservarla para acontecimientos en verdad importantes, como el citado de las algaradas de Barcelona, los debates parlamentarios o para cuando los futbolistas no meten un gol ni al arco iris. En todos estos casos, lo habitual es censurar a los protagonistas de los eventos, llamándoles de todo menos guapos. ¡Qué va, hombre! Aplaudamos hasta despellejarnos la piel. Les dejaremos anonadados, incapaces de reaccionar, con la cabeza hirviendo como una tetera, y, aprovechando ese momento de absoluta confusión, les tendríamos rendidos a nuestros pies, incapaces de comprender lo que está pasando.

Salud y anarquía.
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