07/05/2017
 Actualizado a 18/09/2019
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Hay días en que la calle Ancha, vista desde Santo Domingo, da miedo. Suele ocurrir los días de buen tiempo y, sobre todo, los viernes al atardecer, cuando los leoneses en masa nos damos cita en los pocos espacios peatonales que esta ciudad ingrata nos ha reservado. Puede llegar a ser difícil transitar por la calle Cervantes o las callejuelas que desembocan en el parque del Cid, que era el destino preferido de los estudiantes del Juan del Enzina cuando, en los días de primavera, alguna clase se preveía insoportable. Recuerdo muchas tardes con clase que se preveían insoportables y soporíferas. En la previsión intervenía mucho lo subjetivo pero también el horario que nos colocaba a las cuatro de la tarde frente a un profesor, pongamos de griego, que encaramado a la tarima había previsto atacar la fonética necesaria para estudiar la tercera declinación. Era algo a todas luces imposible de soportar para un puñado de alumnas a las que los párpados no les respondían de ninguna manera. Siempre que paso junto al parque del Cid no puedo evitar sentir la grata sensación de verme tumbada sobre su hierba bien cuidada fumando un cigarrillo. También la fastidiosa de aquel guardia que invariablemente nos desalojaba de allí porque entonces, no sé ahora, estaba prohibido pisar el césped. Para nosotros era algo sencillamente inconcebible que nos convertía en pazguatos habitantes de un país que no aguantaba comparación con ninguno de los que entonces considerábamos modernos (Portugal nunca contó, a pesar de la Revolución de los claveles). Otros países donde, por supuesto, la hierba de los parques estaba pensada para ser disfrutada. Las confidencias surgen una tarde de primavera como aquellas ya lejanas. A mi hija los ojos le rebosan sorpresa al descubrir (por este orden) que su madre fumaba, que se piraba las clases y que era posible hacerlo sin que te detuviera un policía por saltarte tus obligaciones. Lo del césped le parece sencillamente ridículo. Me defiendo apelando a Marcel Proust: «el verdadero acto del descubrimiento no consiste en encontrar nuevas tierras, sino en ver la vieja con otros ojos». Y me dispongo a asumir lo que me depare el futuro.
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