Otra forma de amar

Nada es lo que parece. A partir de esta premisa, el autor construye un relato que nos adentra en la psicología de dos jóvenes estudiantes, que, amparados acaso en su idealismo, se juran amor eterno después de un encuentro impregnado de erotismo

Francisco Pacios (Ceregido)
15/08/2020
 Actualizado a 15/08/2020
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La veo bajando las escaleras del hall de la universidad. Erguida, como siempre. Por su manera de comportarse, parece caminar un peldaño por encima de los demás. Es altiva, tal vez soberbia. Hace mucho tiempo que me atrae como ninguna otra. Me encanta su estatura, su delgadez, su hermosa melena rubia y sus ojos verdes, un poco rasgados. Admiro esa forma suya de caminar como si estuviera desfilando, continuamente sobre una pasarela de moda, exhibiendo su elegante ropa. Es una diosa recién llegada del Olimpo.
Sacando fuerzas de flaqueza, dejando a un lado mi timidez, me atrevo a abrirle la puerta del edificio central de la universidad, invitándola a salir delante de mí.

– Pasa, por favor, Celia –le digo.
– Pasa tú –me contesta, con voz autoritaria.
– No, por favor. Las damas, primero, y, si son tan bonitas como tú, con mayor motivo –insisto.
– Eres un machista desvergonzado –me espeta, dejándome parado con su reacción. Pese a lo cual, acierto a decirle:
– Disculpa, pero sólo trataba de ser cortés contigo. Hacer uso de buenos modales.
– Eso es lo que decís todos los hombres machistas, como tú. Deja ya de darme la tabarra. Vete, y piérdete en un centímetro de bosque. ¡Palizas! –vuelve a la carga.

Me quedo tan atónito. No doy crédito a lo sucedido.

– Te ruego disculpas. No trataba de ofenderte. No volverá a ocurrir.

Se detiene un instante. Clava su enojada y retadora mirada en mis ojos, y, sin pronunciar palabra, sigue su camino. Tan sola como siempre.

Quienes presencian la escena, se alejan sonriendo. Nadie se atreve a decir nada. Ni a ella ni a mí.

«No volveré a ser cortés con ninguna mujer. Pero, por otra parte, estoy seguro de que se trata de un caso aislado. No es posible que hayamos llegado a tales extremos… Continuaré ejerciendo de joven bien educado, como hasta ahora. No voy a cambiar mi manera de proceder por la reacción de una descerebrada. Toca pasar página», reflexiono.
Al día siguiente, vuelvo a topármela en la universidad, en el mismo lugar. Y, al llegar a mi altura, abre exhibiendo una amplia sonrisa:

– Ahora te toca a ti, pasa, por favor.

Me quedo estupefacto, acertando a agradecerle su buen gesto. Entonces, ella se dirige de nuevo a mí, ya en la calle, preguntándome si puede hablar un momento conmigo.

– Desde luego. Siempre y cuando no me prepares una bronca como la de ayer –le contesto con amabilidad.
– De eso quería hablarte, Alejandro. Y pedirte disculpas por el numerito de ayer. Creo que me excedí. ¿Tomamos un café, y hablamos?

Me gusta demasiado esta chica para darle una respuesta negativa. Así que le digo que estaría encantado de tomar un café con ella. Se agarra a mi brazo. Y nos encaminamos hacia un flamante BMW deportivo, de color rojo brillante, aparcado en las proximidades de la universidad. Nos subimos a su impresionante vehículo –yo dispongo de un Seat Ibiza, medio destartalado–, y se dirige hacia un parque, muy cuidado, relativamente cercano. Entramos en la cafetería. Pasamos a un reservado, muy acogedor, donde no hay nadie. Pedimos unos cafés.

– He querido traerte a este lugar, que es donde suelo venir a estudiar porque aquí nadie nos molestara y podremos hablar con tranquilidad, y sin interferencias –me contesta, con cercanía.

Me siento nervioso, intrigado, aunque me gusta mucho que esta chica tan bella me haya invitado a este lugar.

– Te seré sincera. Llevo fijándome en ti desde hace tiempo. Eres muy guapo. Y sobre todo diferente a los demás. Me arrepiento de comportarme como lo hiciera ayer contigo. Fue instintivo. Pero no he podido dormir en toda la noche. Lo siento.

Me siento abrumado. Casi desconcertado, pero me encanta que esta chica se haya fijado en mí.

– Ayer, al separarnos, vi en tu cara una mirada de bondad –me dice con calidez al tiempo que acaricia mi mano–. Pensé mucho en ti en la cama. Y sentí algo como ternura hacia ti. No sé bien cómo explicarlo.

Entonces, me atreví a confesarle que ella era mi mujer soñada, que consideraba inalcanzable.

– ¿Pero, por qué crees que todos los hombres somos machistas?
– Nací en el seno de una familia de lesbianas. Son pareja desde hace muchísimos años, y ahora están casadas.
– Bueno, pero eso es algo que ya está superado hoy en día –argumento.
– Me apetece contarte mi historia. Ellas son, además, dirigentes de una asociación feminista muy conocida y muy radical. Creo que se dedican a propagar la repulsa hacia los hombres en general, y eso es lo que me han inculcado a mí desde mi infancia. Pero, conforme he ido creciendo, me han asaltado las dudas. Además, veo a la mayor parte de las parejas heterosexuales vivir felices con sus hijos. Me he dado cuenta de que no todos los hombres son maltratadores, y mucho menos asesinos de mujeres –me dice con ternura, mirándome a los ojos.

Eso enciende aún más la chispa de mi deseo, la tomo por los hombros y la beso. Ella me besa con pasión. Su cuerpo tiembla de los pies a la cabeza. Y el mío también.

– Nunca nadie me ha besado así. Es tan hermoso –me susurra con cariño al oído.
– ¿Te apetece que vayamos a mi apartamento?
– Me da miedo, pero me apetece mucho. Eso sí, no quiero sufrir –me aclara, con voz suplicante.

Entonces, la tranquilizo y le digo que no se preocupe, que todo irá bien. Nos dirigimos hacia el apartamento. Nada más cruzar el umbral de la puerta, nos abrazamos, y, mientras la beso con pasión, la voy encaminando hacia el dormitorio. Está muy nerviosa, y yo también. Con dedos temblorosos, le desabotono la blusa de seda, que es de color amarillo chillón. Después le retiro el sujetador de color blanco, casi transparente. Contemplo embelesado sus pechos, pequeños y firmes. Paso mis dedos por sus pezones, que se erizan de inmediato. Ella, a la par, me desabotona la camisa. El roce de nuestros torsos desnudos nos excita. Le bajo lentamente su falda azul marino. Me arrodillo ante ella. Y me quedo embobado observado con detalle su cuerpo esbelto. Parece la estatua más bella que jamás haya visto. Le quito las braguitas de encaje, a juego con el sujetador. Acaricio sus finos y cuidados muslos. Continúo acariciando todo su cuerpo. Deslizo mis manos por sus glúteos, sólidos y suaves al tacto. Recorro con mis labios y mi lengua cada poro de su piel, lo que la excita sobremanera. No para de jadear. La acuesto sobre la cama, y, con sumo cuidado para evitar hacerle daño, hacemos el amor. Al inicio, la penetración le resulta un poco dolorosa pero, transcurridos unos momentos, se convierte en algo extraordinario, hasta el punto de alcanzar el éxtasis. Se le saltan las lágrimas de felicidad.

Allí permanecemos entregados el uno al otro durante dos horas, que a mí me parecen segundos. Nos hacemos promesas de amor eterno. Yo me siento el hombre más feliz del mundo. Ella está muy emocionada.

Llega la hora de despedirnos. Y, mientras viajamos en su coche de regreso a la universidad, le propongo que, cuando acabemos la carrera, ya estamos a punto de finalizarla, podamos irnos a vivir juntos. Y formar nuestra propia familia.

– Mi madre no lo tomará nada bien, pero ardo en deseos de independizarme. Estoy harta de tanto radicalismo infundado. Quieren que sea como ellas y hasta han pretendido que mantenga relaciones con mujeres, pero me he negado. Contigo, estoy experimentando nuevas sensaciones. Hoy he conocido el amor.

– ¿Por qué dices mi madre, si tú tienes dos madres? –le pregunto sorprendido.

– Considero que mi madre es quien me engendró. A su compañera, Vicky, la llamo por su nombre de pila. La verdad es que, aunque no tenga padre, amabas me han mimado. Incluso a fecha actual, en veintidós años que tengo, siguen mimándome. Y hasta me obsequian con regalos como este coche. Para serte sincera, viven de unas millonarias subvenciones oficiales, ¿sabes?

Me quedé flipado escuchando a Celia. Me resultaba todo tan extraño. Y sobre todo me parecía que estaba viviendo un sueño, o algo así.
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