29/06/2021
 Actualizado a 29/06/2021
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Quien no se conmueva ante un arco iris es que es ciego, daltónico o que está de espaldas a él. Esa semicircunferencia donde no existe el luto, que se empapa de la lluvia para regalarse a los colores desde el cielo, tiene el poder de dejar boquiabierta a lo que está de este lado de la ciencia. Es un acierto que los siete colores paridos de la luz, cada uno con su nombre, formando un todo estético, se haya convertido en bandera de algo que debería ondear cada día en cabezas de todos los tamaños. Las estrechas de moral y las anchas de complejos. Todas mirando para ese ejemplo de libertad que crece lento y decrece con vértigo. Tal vez le falta ser empresa al orgullo. Ahora que solo entendemos de algo cuando lo pasamos por el tamiz de los billetes o las criptomonedas. Cuando lo bueno y lo malo se entonan según lo que te metas en la cartera, el orgullo debería cotizarse al alza. Decirlo sonroja porque da pereza hablar de algo que tenía que ser innato. De hecho lo es por un lado, el de ser quien se quiera ser, pero no por otro, el de respetar lo que el otro sea o quiera llegar a ser. Nos encanta desvalijar sueños desde el anonimato social. Si no tienes buenas notas, olvídate de ser médico como querías. Si no tienes un buen puesto de trabajo, tampoco vayas a presumir de coche si no quieres enarbolar un apodo malintencionado o acusaciones delictivas. Si no llegas al perfil social de lo que se considera dentro de la medida, mejor que te cojan los bajos o te cosan los puños hasta que el vestido quede como los demás quieran verlo en tí, si no…guárdate el orgullo. Es lo que nos habían enseñado, hasta que aprendimos a rasgar el traje. Y en ese momento, lució el arco iris. Se rompieron las cárceles de aire y nos gustaron los rotos, los descosidos, incluso conseguimos unir a ambos sin matrimonio sagrado de por medio. Y, de pronto, después de mucho andar, el orgullo, sin ser empresa, comienza a cotizarse en la moneda más digna, la del palpitar.
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