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Operación visera 3 / Viaje al Hades

17/07/2022
 Actualizado a 17/07/2022
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Antes de salir de la ciudad se había propuesto aprovechar todas las mañanas para hacer ejercicio. Han pasado once días y al fin hoy, de madrugada, agarra la bici, un recuerdo de su mala conciencia que acarrea a todas las vacaciones, y se viste con unas mallas de colores compradas por internet en una cadena de ropa deportiva. Le asfixian un poco pero no lo suficiente para impedirle pedalear. Esa debe ser su intención: ejercicio anaeróbico.

Pedalea. La primera cuesta parece el Monte Fuji, pero hay más. Y más altos. Es una cordillera de Fujis. Se apea a resollar, arrastra la bici y espera que nadie pase cerca. Nadie pasa. A lo lejos divisa un bar, en el desvío de la carretera, un pelín clandestino. Sobre la puerta del local pende un letrero luminoso hecho añicos: ‘El koala salvaje’. Ignora la redundancia con un leve encogimiento de hombros, casi la única maniobra física que ahora puede permitirse, aparca la bici junto a un par de coches cuyos modelos ya no se fabrican y entra. Lo primero que le sorprende es la extensión del interior, como si la dimensión fuera otra en todos los sentidos, la barra interminable y vacía, la máquina de monedas desenchufada de cara a la pared, el remoto olor a lejía, la profusión de sillas y mesas desperdigas y aun así, una cantidad ingente de espacio vacío que confirman los pocos parroquianos con su extraña ubicación, solitarios y separados uno del otro por hectáreas de terrazo de 1973.

Dice buenos días pero nadie contesta. Lo repite en voz alta y llega a oír algún carraspeo, aunque todos los presentes le están mirando de arriba a abajo. O más bien, piensa, observan su indumentaria: amarilla limón, verde pistacho y naranja radioactivo. Todo muy fosforescente, con publicidad de marcas desconocidas y molletes de carne a discreción. Por no hablar de la almohadilla del culote. Culote, ya solo el nombre... Se siente como Clint Eastwood en un espagueti western. De hecho hay varios Lee Marvin con palillo en la boca y gorra de la Caja.

Pretendía tomar una bebida energética de esas, pero para romper el hielo se le ocurre pedir un orujito y anunciar en voz alta y algo nerviosa «¿alguien se anima?» En ese momento, los presentes se desplazan hacia él maquinales y mudos, como zombis, desde los puntos cardinales que guardan en este ecosistema posapocalíptico.

Cuando al fin sale del local no sabe bien qué hora es, pero el sol está ya demasiado alto y le deslumbra mucho más rato de lo normal. De hecho, se tambalea y tiene que apoyarse en el capó de un coche. Respira hondo y entra de nuevo en el bar a pedir que le guarden la bici, porque no va a poder volver montado en ella. Además, tal vez no sea mala idea regresar a buscarla otro día.
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