17/03/2019
 Actualizado a 19/09/2019
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Llega San José y su hipocorístico Pepe. Hasta no hace muchos años, para registrar civilmente en España el nombre de los recién nacidos sólo podían inscribirse aquellos comprendidos dentro del santoral cristiano. La ley que así lo regulaba, de 1957, fue actualizándose varias veces, la última en 2009. El primer cambio radical en la legislación onomástica se produjo tras la muerte de Franco con la Ley del Registro Civil de 1977. Anteriormente no se permitía, por ejemplo, el nombre catalán Ferrán, automáticamente transformado por el registrador en Fernando. Era obligatorio encarrilarse al repertorio de nombres reconocidos por la Iglesia católica, pues cualquier descarrío era automáticamente rechazado. Como tampoco se permitía, bajo multa, trabajar los domingos y fiestas de guardar.

La Ley de 1977 permitió registrar el nombre en cualquiera de las lenguas españolas o extranjeras. De modo que se autorizaban los Iker, Ferrán, Kevin, Jennifer, Jonnathan, Heidi, Tao,Gudisa etc. como si fueran José, Juan, María, Carmen o Manuel. Pero aún subsistía un sibelino párrafo que decía: «Quedan prohibidos los nombres extravagantes impropios de personas irreverentes o subversivos». Y basándose en ello, se produjo el caso sonado de un juez madrileño que denegó la inscripción de una niña con el nombre de Libertad, por considerar que éste entraba en la categoría de los proscritos. Probablemente a raíz de este caso, una circular de 1980 aclaró explícitamente que «no pueden considerarse extravagantes, impropios de personas irreverentes ni subversivas, los nombres que se refieran a valores reconocidos en la Constitución». Se señalaba también que eran «admisibles los nombres extranjeros que no tuviesen equivalente onomástico usual en las lenguas españolas, así como los de personajes históricos, mitológicos, legendarios o artísticos, bien pertenezcan al acervo cultural universal, bien a determinada nacionalidad o región española, los geográficos que en sí mismos sean apropiados para designar personas y, en fin, cualquier nombre abstracto común o de fantasía, que no induzca a error en cuanto a sexo». La libertad onomástica quedó, pues, sellada como absoluta, coincidiendo con lo establecido por la Declaración de los Derechos Humanos. Para evitar que los progenitores pudiesen ser tan originales en excentricidad al poner nombre a sus hijos –como en Huerta del Rey (Burgos)– se reguló la inscripción en el Registro Civil. Las prohibiciones pasaron a ser limitaciones. De modo que la máxima era «protegerel interés superior del menor», si el nombre que se proponía era contrario a la dignidad de la persona. Aunque se dispone de una libertad total, hay que evitar decisiones onomásticas indecorosas o arbitrarias, por lo que se establecen tres limitaciones: 1) No se permite más de dos nombres simples o uno compuesto. 2) Tampoco aquellos que tengan connotaciones negativas o puedan atentar contra la dignidad del nacido o sean acrónimos. 3) Un apellido no puede ser un nombre. Ahora bien, no se puede impedir la opción de poner de nombre Martín a quien por apellidos tengan Martín Martín. Ni tampoco aquellos en que la sucesión de apellidos, por casual enlace matrimonial, originen combinaciones chocantes, incluso jocosas, tales como: José Antonio Viejo Verde, Arsenio Barba Revuelta, Segundo Verdugo de Dios o Benito Bono Bush. Por voluntad de sus progenitores fue registrado como Perfecto al que seguían los apellidos Grande Cuadrado. La naturaleza lo desmintió al desarrollar un cuerpo pequeño y regordete, más propio de haber apellidado Chico Redondo.
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