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‘On the beach’

22/03/2020
 Actualizado a 22/03/2020
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No diré, dados los tiempos que corren, que su conducta haya sido ejemplar, pero a mí ese raterillo detenido en Ibiza por no cumplir el decreto de confinamiento a las dos de la madrugada (con la carretera vacía), después de saltarse un control con una moto, ir sin casco y llevar encima unos gramos de marihuana, me ha recordado a los apaches que se escapaban de la reserva. Sé que no puedo ponerlo de modelo, pero en mi opinión existen casos más dudosos: empezando por esos políticos infectados que, golpeándose con energía el pecho, braman que su sangre española fulminará al virus amarillo.

Es difícil que ese malhechor isleño inspire otra cosa que lástima o repudio, pero puestos a dotarle de un pasado inverosímil, me lo imagino leyendo en su juventud ‘Las Aventuras de Tom Sawyer’, o disparando perdigones contra una lata de Colacao. Si me remonto a su infancia, lo veo entre los brazos de una joven voluble y hostil, una madre de tez tostada que mira al cielo con ojos salvajes. Más allá, solo veo una cuna de esparto sobre un suelo de cal.

Si lo piensan bien, ese infractor de poca monta es como un soplo de aire fresco, una nota díscola en medio de un pentagrama sombrío: alguien que ignora que estamos protagonizando una película de terror, de que media España está encerrada en sus casas, o de que el mundo se mece al borde del abismo. Él va a lo suyo, haciendo ruta por carreteras sinuosas y vacías, fumándose un peta mientras la brisa salobre le moja la cara. Despreocupado, gandul, irreductible. Rascándose la barriga en el porche de su chamizo, notando el calor de las sandalias en la planta de los pies, dejando que el sol le hinche los párpados. Qué quieren que les diga, casi huelo físicamente esa playa, siento la espuma, me entran ganas de pedirle a ese tipo que me mande una postal (o un pellizco de maría). Lo que hago, con una mezcla de asombro y tristeza, es asomarme a la ventana (hasta que también lo desaconsejen) y observar esas calles que parecen salidas de un cuadro de Hopper. Luego entro en casa y, a falta de otras sustancias espirituosas, miro la botella de vino que tenía reservada para celebrar el Día del Padre. Mi hija está en Madrid, resistiendo, como tantas jóvenes leonesas. En fin, aprovecharé esta columna para proponerle otra cosa: que en unos meses hagamos un castillo en la arena húmeda de la playa, como cuando era niña.
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