03/10/2021
 Actualizado a 03/10/2021
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Omayra Sánchez, de 13 años, con los ojos completamente negros, como si sólo fuesen pupila, mirando a la cámara. Una de esas imágenes que se te acompañan toda la vida. Quienes lo vivieron, lo recuerdan: en noviembre de 1985 el volcán Nevado del Ruiz entró en erupción en Colombia y provocó un lahar (un alud de agua y lodo) que arrasó la ciudad de Armero, donde perdieron la vida unas 20.000 personas. Omayra estaba en su casa cuando llegó la avalancha. Quedó atrapada por la cintura, con el agua al cuello y con su tía muerta abrazada a sus piernas.

Durante tres días, los equipos de rescate se emplearon en salvar a la niña, que cantaba y rezaba para darse ánimos a sí misma y a quienes intentaban sacarla de allí. En algún momento llegó a pedir que se fuesen a descansar, que la dejasen sola, que no pasaba nada.

Medio mundo asistió a la muerte de Omayra en directo. Sus ojos negros eran fruto de la sangre coagulada, seguramente por la gangrena de sus extremidades. Las 20.000 personas fallecidas desaparecieron de repente: sólo importaba aquella niña inocente, que tenía un examen de matemáticas pendiente y que merecía ser salvada de una muerte absurda.

Pero no se pudo salvar a Omayra. Luego llegaron las críticas al gobierno colombiano por no prever una tragedia de la que existían avisos al menos dos meses antes. También hubo prestigiosos premios para el fotógrafo que disparó a la joven con el agua putrefacta a ras de labios. Al cabo de poco, llegaron otras cosas (Chernobil, el crash bursátil de 1987, etcétera) y medios y público pasaron página.

En ‘Nuestra parte de noche’, la escritora argentina Mariana Enríquez captura bien la impresión que supuso para varias generaciones la muerte en directo de Omayra. Más allá de la depuración de responsabilidades o la búsqueda de una explicación, pienso que lo más interesante ante una tragedia así es ver cómo los medios de comunicación intentan aprovechar (monetizar, si usamos la terminología actual más extendida) una circunstancia así. Tratar de encauzar ese flujo irracional hacia la dirección que mejor convenga. Que es como querer dirigir un lahar o una colada de lava, como si un volcán fuese algo con lo que se pudiese negociar o dialogar.

Un volcán no tiene ningún sentido. No al menos según nuestros insignificantes parámetros humanos. Pero seguimos empeñados en querer sacar cosas de él, aprovechar, una vez más, las circunstancias aleatorias. Sacar lecciones o al menos una buena fotografía que venga acompañada de un premio económicamente sustancioso.
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