06/08/2017
 Actualizado a 18/09/2019
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Cuando tienes diecisiete o dieciocho años, lo  fácil es que el verano te sirva, entre otras cosas, para enamorarte. Nada grave. Luego, unas veces se pasa y otras no. Y entonces ya volverá el siguiente verano tal como lo describe el poeta maldito Arthur Rimbaud en ‘Aventura’: «¡Qué bien huelen los tilos en las tardes de junio!/El aire es tan suave que hay que bajar los párpados/Y el viento rumoroso –la ciudad no está lejos–/ trae aromas de vides y aromas de cerveza». Es verdad que el verano es un tiempo de olores especiales. A mí me gusta, por ejemplo, cómo huele el río al atardecer. Esa hora en la que el río se aquieta y refleja sombras y pasa a ser territorio único de truchas y zapateros. Me gusta el olor a monte y el de la tierra recién mojada por una tormenta de verano. Y el de las rosas. Y siempre me gustó (en pasado, porque ya es historia) el aroma de lúpulo que se instalaba en Garrafe cuando anochecía a finales de verano y los días se acortaban en un preludio de inmediata despedida. Las dos peladoras del pueblo trabajaban día y noche. En la de Anselmo siempre había una caterva de chiquillos mirando los milagros de aquella máquina que se tragaba la planta y devolvía, separadas de la hoja, las flores que iban a parar en enormes sacos a un secadero de aire que durante varios días en nuestra casa era un sonido tan inseparable de la noche como el del agua de la presa. Los niños rogaban insistentemente que se les dejase colaborar poniéndose en la cinta que escupía la hoja por si alguna flor se escapaba o sujetando los sacos. La máquina había reemplazado una estampa que todavía recuerdo: la de las mujeres en las tierras sembradas de postes y alambres que, enguantadas, pelaban el lúpulo a mano sentadas en un pequeño taburete y con un cesto de mimbre sobre las piernas. Es una visión lejana y breve que me recuerda también el  escozor de los rasguños que producían los tallos sarmentosos del lúpulo. La peladora duerme arrumbada en un cobertizo en el que han anidado los pájaros. Y es difícil encontrar rastro alguno del lúpulo en el Torío como no sea la de alguna planta que brota despistada a la orilla del camino. El del lúpulo es un olor perdido. Pero queda el olor del río. Rimbaud diría: «He abrazado el alba del estío».
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