20/09/2020
 Actualizado a 20/09/2020
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Los niños siempre tienen los ojos grandes, como las torres hiedras que las abrazan dulcemente y los lagos islas a las que merece la pena llegar para quedarse. En estos días, bajo la tela que tapa sus rostros, aún lo parecen más y uno se pregunta cuánto hay de asombro, hasta de miedo, en la expresión con que miran lo que está sucediendo en el mundo. La exuberancia en la mirada, el gozo de la luz en las pupilas fueron siempre inequívoca señal de salud y la mayoría de las veces las asociamos a personas que nos inspiran una pizca de esperanza. No deja de ser curioso que al final de la vida, cuando los ojos destacan como pétalos en nuestras caras mínimas y demacradas, los ojos vuelvan a ser definitivamente grandes.

«Abre bien los ojos, Sara», le decía mi mejor amigo a mi hija pequeña y quienes la conocen, ahora que va a ser madre, saben que ha aplicado esa máxima con pasión en todas las esferas de su vida. Hay que abrir los ojos, hacerlos grandes, para captar la belleza furtiva de las cosas, pero también para distinguir las injusticias, el oprobio, la sombra ominosa de la irracionalidad. Pasear con ellos bien abiertos te permite comprender y avanzar con confianza, incluso con gratitud. Es una forma de estar y de ser, renunciando a la cortedad de miras que tanto nos aleja de la verdad. Nada hay más turbio que esas miradas ceñudas que convierten la realidad en un molde tallado a base de hachazos.

Cuando uno trata de buscar algo a lo que aferrarse en los ojos de quienes nos lideran, suele encontrarse con eso, con un brillo desconfiado y hostil, como si la suspicacia gobernase el destino de todos sus actos. Mi abuela María, desde su inteligencia sencilla y natural, miraba todo con ojos grandes, unos enormes ojos azules, y nada se escapaba a su atención paciente y bondadosa. No solo los detalles que pespunteaban su vida llena de sacrificios, si no aquello que podía requerir su intervención en un momento dado: las fricciones entre sus propios hijos, la tristeza ocasional de una nieta, la cuña que a veces dejaba en el aire una experiencia amarga o maligna. Los niños tienen los ojos grandes porque si no el mundo sería insoportable y a medida que se acerca el otoño, y vuelve sobre nuestras vidas el boceto de la melancolía, debemos abrirlos sin miedo, como si todo pudiese mirarse y celebrarse entre sorbos exultantes de luz.
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