21/12/2018
 Actualizado a 15/09/2019
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El 11 de septiembre de 2017 escribí la noticia más triste a la que me había tenido que enfrentar hasta entonces. La información me escocía porque me tocaba contarles que las escuelas de mi pueblo, esas en las que yo había aprendido a juntar las letras con las que ahora me gano la vida, no iban a abrir sus puertas. C’est fini. Se acabó. El pueblo se hizo un poco más pequeño. Recuerdo que aquel día después de comer y antes de enfrentarme a tan trágica página, pedí a mi madre que me acompañara a echar una foto consciente de que son ellas las que mejor templan cuando se necesita algo de sosiego. Creo que apenas nos dirigimos la palabra en aquellos pocos minutos que duró el momento, pero las dos pensábamos lo mismo así que para qué hablar. Las puertas cerradas a cal y canto, las persianas bajadas, ni un alma en el patio; y por la calle, ni el gato. No me esmeré en el encuadre, ni en captar bien la luz. Se veían cerradas y con eso serviría para ilustrar la información.

Me paré a contemplar la estampa y por un momento dejé a los recuerdos que campasen un rato por ella. Veía correr por allí a Alfonso jugando al fútbol, a Alberto amontonar la tierra, a Pedro, a Álex y a Matías esperando a que Javier bajase por el tobogán, a Ana Idoia en el columpio. Escuché las instrucciones de Manuela para no salirnos de la línea mientras agarrábamos con fuerza el lapicero con el que trazábamos nuestras primeras frases, a Juanita explicar qué era el sujeto y qué el predicado. El magosto, la actuación de Navidad, la ilusión con la que subíamos al autobús para ir de excursión a León a ver el teatro, el olor del chocolate que comíamos cada martes de Carnaval, la libertad con la que volvíamos a casa sin tener que mirar a los lados al cruzar la calle. Todo eso ya había pasado y años después ya no quedaba quien repitiese la misma historia. Con que media vuelta para casa, y a escribir. No era mucho espacio el que había que rellenar con el asunto, una noticia que al fin y al cabo se repite cada año y en la que tan solo cambia el nombre del pueblo. Hoy es el mío, mañana el tuyo. El cierre de las escuelas rurales es uno de los muchos síntomas que barruntan un futuro oscuro para el medio rural.

Pero hace no mucho fui a otro municipio cercano para ver la otra cara de la moneda, la de los chavales que tanto me recordaron a aquella tropa que éramos nosotros, la de las escuelas que siguen llenas de futuro, la de un presente que resiste, la de un profesorado que trabaja con la cercanía con la que se enseña a una familia. Ojalá quienes se sientan hoy en esos pupitres puedan seguir escribiendo la historia en la misma tierra en la que les enseñaron a contar. Ojalá.
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