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Odio a los franceses

04/04/2021
 Actualizado a 04/04/2021
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Álex De la Iglesia recogió en su película ‘Muertos de risa’ un atributo muy del espíritu de por aquí: ya podemos estar hundiéndonos en la cochambre, que nos da igual. Pero ay como le vaya bien a alguien que no soportamos: entonces saltamos escopetados y se monta la mundial. Los españoles no mueven un dedo por ayudar a un amigo, pero son capaces de ir andando con garbanzos en los zapatos hasta Fátima con tal de jorobar a un enemigo.

Lo vemos estos días, en teoría vacacionales, pero que el coronavirus ha convertido en, ahora sí, de recogimiento. La peña anda soliviantada con los turistas franceses en Madrid, pero no por motivos de salud ni de responsabilidad social. El argumento principal contra su presencia en la Villa y Corte se puede resumir así: «No puedo irme a mi casa del pueblo y mira todos estos gabachos campando a sus anchas». Que se jodan y se mueran del asco, igual que yo, se lee implícitamente.

Es más, quien lloriquea porque los franceses «nos invaden» en «hordas» bebedoras y jaraneras gimoteaba también hace cuatro días porque «habíamos echado» a los franceses en 1808 y este país había retrocedido no sé cuántos siglos por resistirse, oh pueblo salvaje del «vivan las caenas», al impulso ‘civilizador’ del otro lado de los Pirineos. Reviven entonces las imágenes de los franceses ‘rompefresas’, tirando la fruta de los camiones llegados desde la soleada ‘Piel de Toro’. Se reactivan las hazañas legendarias del bandolerismo de trabuco y navajazos con la manta enrollada en el brazo. Se exige no sólo la PCR a los que cruzan la frontera norte por avión o por autopista, sino también una disculpa pública por Michel Foucault. Y en París ya no hay ‘belote’, sólo se juega al cinquillo, y la moda es en rojo y amarillo.

Esto mismo es aplicable a Marcelo, el del Real Madrid. O a Froilán, Victoria Federica, la infanta Cristina y el resto de parientes en grado más o menos próximo de la familia real española. Todos ellos, cazados mientras se saltaban los cierres perimetrales. Si en muchos casos la gente no protesta es porque ella misma está contraviniendo en escapadas a destinos de ocio con estratagemas más o menos elaboradas. O haciendo botellón sin mascarilla junto a otras 17 personas. Y quien levanta la voz no lo hace por cumplir con el imperativo categórico de Kant («Obra de tal modo que la máxima de tu voluntad siempre pueda valer al mismo tiempo como principio de una legislación universal»). En última instancia, lo hace por ese sentimiento tan hispánico de «a ver si voy a ser yo el único gilipollas que cumpla».
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