08/02/2018
 Actualizado a 07/09/2019
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Voy a llamar al director de esto uno de estos días para proponerle que me haga fijo y así pueda escribir los obituarios de todos los leoneses de pro que se mueran. Sé que ahí van a surgir los problemas, en lo de decidir quién es un leonés de pro, y seguro que no llegaríamos a un acuerdo. Uno cree que no hay que buscar muy lejos para encontrar a los hombres buenos que hacen que este mundo funcione. Son tu vecino, tu primo, tu cuñado...; la gente normal, común y corriente que tienen, como yo, ganada una hectárea en el cielo. Dudo mucho que la mayoría de los que aparecen habitualmente en la primera página de éste o de cualquier otro diario la tengan asignada. Si acaso, en el infierno. Pero seguramente nos pondríamos de acuerdo en que Luis Adolfo, aunque alguna vez haya sido cabecera o por lo menos haya sido noticia de relumbrón en la tercera o en la quinta página, sí es de los elegidos.

Conocí a Luis cuando ambos estábamos internos en el manicomio de la calle Álvaro López Núñez, hace demasiados años. Y lo conocí porque ambos comprábamos cigarrillos de estraperlo en el quiosco de Eutiquio y, sobre todo, cuando el señor Demetrio encendía el altavoz y decía: «hermanos Mallo Mallo, tienen conferencia». Antonio y Luis eran mayores que yo y los distinguía en el patio y en el cine. Sabía que eran de San Emiliano porque un compañero era del pueblo de al lado y me lo dijo. También me dijo que su padre era el médico del municipio. Al año siguiente o al otro, don Antonio cambió la montaña de Babia por la ribera del Porma y se vino a Vegas a vivir y a ejercer.

Vivieron muchos años enfrente de mi casa. Junto con otros cien, entre chicos y chicas, pasamos la adolescencia jugando a fútbol, yendo a la sala de fiestas de Barrio y a las verbenas de todos los pueblos de alrededor, discutiendo del Madrid y del Barcelona y tomando café por las mañanas o los vinos a mediodía. Luego Luis empezó a salir con Camino, aprobó las oposiciones de juez y pasó varios años por esos mundos de Dios. Volvía a Vegas siempre que podía, seguramente no por él, sino por Camino, una mujer que no puede vivir sin el pueblo; no sabe hacerlo.

Luis, por lo visto y leído, ha sido un gran juez. No tengo dudas, ya que lo dice todo el que tiene algo que ver con ese mundo. A mi, la verdad, es que no me importa un pito. Luis era, sobre todo y ante todo, una buena persona, el marido de Camino y el padre de Luis y de Miguel, mi dentista, al que odio no muy cordialmente cuando me mete mano en la boca, pero al que quiero como a un hijo.

Se ha muerto Luis, otro más en la larga lista de muertes incomprensibles que tengo sobre la conciencia. Una vez, no hace demasiado, un amigo psicólogo me dijo que a veces sentimos una gran culpa, inconsciente, no cabe duda, por ver que alguien cercano se va y nos deja solos. Sentimos culpa porque siempre nos quedamos nosotros y se van ellos. Pensamos, tal vez con algo de acierto, que no es justo, que Dios es injusto, que todo, al final, es una puta mierda. Cuando se nos pasa el sofoco de la culpa, no nos queda más remedio que cerrar los ojos y tirar para adelante porque es la única salida que nos queda, aunque por las ganas, y si tuviéramos valor, nos pegaríamos un tiro para acabar con todo y seguir al que se nos ha ido.

Tenía ya escrita la columna de esta semana. Es muy divertida, muy provocadora, muy incendiaria, muy de meter el dedo en la llaga en un asunto de la máxima actualidad. Hace media hora la iba a enviar y no tuve fuerzas para hacerlo. Por un lado mejor, ya que muchos me llamarían de todo menos guapo, pero no fue por ese motivo el no mandarla. Simplemente decidí que es mejor contaros que se ha muerto Luis, un tipo al que acaban de conceder hace nada la máxima distinción del mundo jurídico, un tipo admirado por mi abogado, por ejemplo, y supongo que por mogollón de otra gente.

Recordaré, no obstante, a Luis en otro registro, en el de mi pueblo, en las paellas de la ‘peña de la buena mesa’ (un club en el que nunca me admitieron pero en el que hice más horas que un estajanovista), pasando todo el calor del mundo revolviendo el arroz en una caldera que se parece a la que Pedro Botero utiliza para joder a Hitler o a Stalin, sin quejarse nunca, sin hacer aspavientos, sin que se notase que él estaba allí, norma de conducta que estoy seguro que cumplió hasta el último momento de su vida. Pasar desapercibido incluso hoy. Es, creedlo, lo que hubiera deseado Luis Adolfo.
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