Nuevas soledades

Bruno Marcos escribe sobre Machado y el futuro con motivo de la aparición de un retrato fotográfico inédito del poeta en su juventud

Bruno Marcos
24/11/2021
 Actualizado a 24/11/2021
Claustro de profesores del instituto de Soria con Machado en el centro mirando hacia abajo.
Claustro de profesores del instituto de Soria con Machado en el centro mirando hacia abajo.
El único día que encontré abierta la Trastienda, desde que me dijeron que alguien se iba a hacer cargo de la librovejería después de la muerte de su anterior propietario, pude pasar al fondo del local, donde su antiguo dueño solía estar tras un pequeño mostrador. Parecía que no hubiera nadie al frente, o que el responsable hubiera salido de la tienda para hacer un recado sin volver ya más. Era como si todo estuviera de saldo, los libros un poco a la intemperie con el viento frío que entraba por la puerta, privados de su magia y dotados de temblor. Cuando entró el chico nuevo que atiende me dijo, con acento extranjero, que el género estaba a mitad de precio, invitándome también a regatear.

Allí en el suelo, bajo unos periódicos de los años veinte que me dieron la pista, estaba como insepulto, torcido sobre un rimero derramado, en una postura muy incómoda para un libro tan viejo, nacido nada menos que en 1919: las ‘Soledades’ de Machado en segunda edición, seguidas de las ‘Galerías’.

Estas soledades no dejan de ser soledades de los abuelos, de un mundo que carecía de lo que tenemos ahora para espantarlas, no ya de los millones de imágenes que deglutimos a diario, sino de todas las demás delicadezas tecnológicas que disfrutamos. Uno cree hoy en día que el mundo de Machado sólo disponía de periódicos, cafés y tertulias, en las que, al parecer, escuchaba más que hablaba. El mundo machadiano produce una extraña nostalgia de lo lento, de la monotonía de la lluvia tras los cristales.

Tuvo Machado, para poder vivir, que tener una vida casi entera de profesor de francés por varios institutos de la España de entonces. Dice, en el famoso poema en el que se autorretrata, que le debemos cuanto escribió, que a su trabajo acudía y que con su dinero pagaba casa y lecho. Le costó bastantes años llegar a donde quería, a Madrid, por respetar a los que tuvieron más méritos pero menos talento. Se consoló descubriéndonos la poesía de las tierras que habitó: los campos de Castilla, las colinas doradas, los verdes pinos, las polvorientas encinas y la sombra de caín. En la última fotografía suya que ha aparecido se le ve aún muchacho, con poco más de treinta años, frente a un telón de fotógrafo con fantasías, mirando hacia abajo mientras los demás profesores bromean, incómodo, ante un cisne de madera con el que seguramente recordaba haber tenido sueños modernistas.

Dice una cosa misteriosa en el prólogo de este libro: «Pero amo mucho más la edad que se avecina y a los poetas que han de surgir». Y qué bien escribía Machado, también lo que no eran poemas. Frase tras frase… en cuartilla y media cosas muy profundas, muy pensadas y sentidas y amanecidas de su visión nueva. Cuartilla y media como para escribir libros enteros sobre ellas. Machado, desde las soledades de nuestros antepasados, señalando nuestras nuevas soledades y recomendando que miremos al futuro, esa quimera que, subidos en las poderosas alas tecnológicas del dios Hermes de hoy en día, vemos achatarse a cada instante imaginando apocalipsis.
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