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Nuestras vidas son los ríos

19/05/2021
 Actualizado a 19/05/2021
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Los ríos de León nacen en verdes valles, de la nieve de las cumbres que, llegando la primavera, derraman presurosas sus gélidas y cristalinas aguas por un incierto lecho que los conduce hasta su fin. Y cuando ven que éste se aproxima, se vuelven lentas, transitan por meandros, se detienen en extensos remansos y se protegen bajo la espesa sombra de los chopos, para llegar lo más tarde a la marisma.

Sus aguas son importantes para la vida y codiciadas por los secarrales de la estepa castellana. Prueba de su importancia son las grandes exploraciones espaciales o las noches que pasan en blanco los astrónomos, al pie del telescopio, para encontrar una gota de agua en los mares de la Luna o Marte. Respecto a los otros planetas del Sistema Solar, aparte de su lejanía, lo que más abunda es el amoniaco, por lo que hay que suponer que estén más limpios que el jaspe.

De su importancia para esta ciudad nos habla la estatua de la Plaza del Grano, que cuenta con varios siglos donde dos niños gordezuelos –Bernesga y Torío– se abrazan a una columna que representa la Ciudad de León. No es casual que la Legio VII estableciera aquí el asentamiento que dio lugar a la ciudad.

Igualmente, los monasterios medievales, donde se cobijaban el saber, la ciencia y la farmacopea, buscaban la cercanía de los ríos. Lo mismo que la industria de la época, que constituían herreros, molineros o canteros. Y fuente de inspiración para poetas, como Gerardo Diego o Antonio Machado. El Órbigo, testigo de El Paso Honroso.

Recientemente, se han rehabilitado los restos del Molino de Sidrón. Un recuerdo de nuestro laborioso pasado. Pero en León, se han derruido muchos, aunque algunos permanecen, por la Valduerna y otras comarcas. Soberbio es el de la Ferrería de Compludo. Las enormes ruedas de piedra hoy, se utilizan, como decorado de jardines y casas de campo. Y son tan familiares que dieron lugar a la expresión «comulgar con ruedas de molino».

Todos requieren un buen caudal, un dique, para acumular el ímpetu de las aguas, y un reguero que las desvíe hacia la molienda. En Trascastro de Luna, donde mi abuelo Eloy fue el molinero, las aguas del río se detenían como las del bíblico Mar Rojo, por Moisés, para limpiar el rodezno. O el rodiezno, como se dice en León. Muchas truchas quedaban al descubierto y la gente vivía una orgía de abundancia; las apañaba, como la multiplicación de los panes y los peces.

Otro cantar –salvando las distancias– para que te hagas una idea, es el telar enclavado en pleno centro de la ciudad. Sí, en pleno centro. En Papalaguinda, llamado algo así como «centro demostrador de las energías...bla bla». Como decía, todo un telar que podría ser interesante, pero que el abandono y la falta de responsabilidad han convertido en una cochambre habitual. En el canal por donde entrarían las aguas que moverían las turbinas se acumulan todo tipo de palos, escombros y basura arrastrada por las riadas. El tecnológico telar debió de costar una fortuna y nació de un capricho o alarde, proveniente de la Universidad. Para más información, las hemerotecas. Si mi abuelo o el mismo Sidrón levantaran la cabeza se morirían de nuevo al ver unas instalaciones de hierro y hormigón que ellos ni soñaron, en estado tan lamentable, tan asqueroso y falto de rendimiento. Penosa imagen de la ciudad en una de las zonas con más encanto, como el paseo por donde a diario transitan sofocados corredores, ciclistas, patinetistas, los del colesterol, familias para el esparcimiento de sus niños, turistas y paseantes de perros.

«Nuestras vidas son los ríos». La metáfora de J. Manrique hoy tiene un significado concreto, literal, y como dependemos de ellos, qué menos de cuidarlos, mostrarnos agradecidos y qué caramba ¡limpiar el rodiezno!
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