13/03/2022
 Actualizado a 13/03/2022
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Yo tenía seis años cuando ‘petó’ Chernóbil. Aquello me obsesionó: estaba todo el día pegado a la televisión, viendo aquellos vídeos aéreos sobre el reactor hecho trizas. Me dio también por la radio y comencé a leerme el periódico. Mi única preocupación era el avance de la nube radioactiva: en mi mente infantil los mapas de isobaras los sustituyó una cartografía de niveles de roentgens y curios. Rezaba para que una ventolera no arrastrase hasta mi casa de León todas esas partículas radioactivas. Porque menuda palabra: radioactividad. Todavía me cago de miedo. Ni siquiera soy capaz de escuchar la canción aquella que le hizo Kraftwerk.

Por lo visto, empecé a comer peor y no dormía. Yo era pequeño, pero recuerdo perfectamente la sensación insoportable de angustia, de sentir que yo no era yo y luego volvía a serlo. Me viene a la memoria la percepción de tragar saliva: cada vez que lo hacía se me caía el alma a los pies, no sé bien por qué.

Así, hasta que mi madre me llevó a un psicólogo infantil, un tío del que sólo recuerdo que tenía bigote. Me recetó unos ansiolíticos: eran los locos 80, cuando no había ningún problema en medicar a los niños con lo que fuese, hasta con cocaína si tocaba. Pasamos por la farmacia, ella compró la receta y llegamos a casa. Eran unos sobres que se disolvían en agua. Mi madre abrió uno, lo echó en un vaso medio lleno, lo removió y cuando iba a dármelo se paró, pensó dos segundos y lo tiró por el desagüe diciéndome que yo no iba a tomar eso. Nunca te lo agradeceré lo suficiente, Ma.

Es una de las dos ocasiones en que he sufrido ansiedad. La otra fue cuando le pedí un café «bien cargado» al Gordo de la cafetería de la facultad. «¿Estás seguro?», me preguntó tres veces mientras yo movía la cabeza con gesto afirmativo y poniendo morritos. Nunca volví a probar café de ningún tipo.

Un día de aquel 1986 los medios dejaron de hablar de la nube radioactiva y a mí se me pasó la paranoia. Pero la obsesión sigue ahí: hubo épocas en que me dio por buscar las fotos que hicieron los liquidadores en el reactor convertido literalmente en papilla. También disfruté-sufrí con ‘Voces de Chernóbil’, de la Nobel de Literatura Svetlana Aleksiévich (algo menos con la famosa serie de HBO inspirada en el libro, pero tampoco está mal). La invasión de Ucrania por Putin, con la toma de la central por parte de los rusos, me trae de vuelta aquellos recuerdos. Tanta angustia provocada por la energía atómica y mírenme ahora: lo único que quiero de un gobernante es que ponga en marcha más y más centrales rebosantes de uranio. Como en la canción de Aviador Dro: «Nuclear sí./ Por supuesto./ Nuclear sí./ ¡Cómo no!».
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