Nohelia Alfonso, La Robla y paisajes de Gordón y Vega

La Robla, localidad natal de Nohelia Alfonso, y la cercana comarca de Gordón, especialmente el pueblo de Vega, marcan la mirada de la autora elegida para que muestre los paisajes que marcaron su vida

Mercedes G. Rojo
09/08/2022
 Actualizado a 09/08/2022
Tres miradas desde la Calle La Cuesta, típica de Vega de Gordón, recorrida de arriba a abajo. | NOHELIA ALFONSO
Tres miradas desde la Calle La Cuesta, típica de Vega de Gordón, recorrida de arriba a abajo. | NOHELIA ALFONSO
Desde el lugar que visitábamos el pasado martes tenemos diversas opciones para continuar nuestro recorrido por tierras leonesas, con intención de acercarnos a la capital y buscar nuevas rutas, a la búsqueda de esos rincones especiales que nos van regalando semana tras semana nuestras escritoras colaboradoras y en vez de seguir la carretera que nos baja en línea recta por muchos de esos pueblos que apellidan del Torío, vamos a dar un ligero quiebro que nos llevará a tierras de La Robla, desde donde recularemos un poco hacia arriba, de nuevo con la mirada puesta en la montaña, para ofrecernos la visita del rincón elegido por nuestra compañera Nohelia Alfonso, en pleno corazón de la comarca de Gordón, tierra en la que se hermana una profunda tradición ganadera con la cada vez más lejana realidad minera.  

En este paisaje se hace patente la presencia de los ríos y un paisaje escarpado donde los picos se enseñorean de la mirada ofreciéndonos monumentos naturales imposibles de repetir por la mano humana. Entre sus tajos, entre sus quiebros, bosques y humedales llenos de magia y de misterio se esconden a nuestros ojos esperando que, movidos por nuestras curiosidad nos acerquemos a ellos para descubrirlos, como ocurre, por ejemplo, con el Faedo de Ciñera, uno de los más hermosos bosques de nuestra provincia, donde se respira el silencio y en cuyos rincones parecen acechar, escondidos a nuestra vista, los seres mitológicos de nuestra más ancestral cultura. No son pocas las rutas que podemos encontrarnos en esta hermosa comarca leonesa que tiene para ofrecernos recursos donde practicar simplemente el paseo y el senderismo u otro tipo de deportes más arriesgados y difíciles. En su avance hacia las hermanas tierras asturianas, que nos esperan al otro lado de la cordillera, numerosos pueblos en los que paisaje y paisanaje se combinan y donde no faltan buenos alimentos que llevarnos a la andorga (quesos, embutidos, la especial cecina de chivo...), combinados en excelentes menús que degustar en algunos de sus establecimientos hosteleros.

La Robla, Beberino, Pola, Santa Lucía,... son poblaciones que a muchos les hablarán de trabajo y de fiesta, pero también de campamentos de infancia pasados entre el calor del día y el agradecido frescor de las noches de julio y de agosto. Hoy en muchas de esas localidades, podemos ver notar la huella del estrago económico dejado por el abandono de las minas, que ha dejado estrangulada la comarca, una comarca que –sin embargo- nos sigue regalando los hermosos dones de los que la ha dotado la naturaleza y que busca nuevas propuestas a través de las que seguir viva como, por ejemplo, la propuesta artístico-cultural que hoy se nos ofrece en La Vid. En medio de ese paraíso, aún por redescubrir, se encuentra el rincón que hoy nos va a presentar nuestra protagonista de hoy.  

Atrapando el paisaje en la mirada

Nohelia Alfonso es roblana de nacimiento y de sentimiento, como lo fuera la singular novelista Josefina Rodríguez a quien conocemos más como Aldecoa, a quien ella admira desde siempre. Nohelia es una de nuestras más jóvenes escritoras, que tiene en el relato y la novela su principal campo literario, aunque también haga sus incursiones por el mundo del ensayo y tenga sus escarceos con la poesía y el teatro. Navega entre las tierras leonesas en las que se ha criado, las asturianas en las que hoy ejerce como profesora de Lengua y Literatura, y las andaluzas de las que provienen parte de sus raíces; de todas esas fuentes bebe, de la impronta que van dejando en ella paisaje y paisanaje, su cultura oral, que bebe con pasión para entrelazarla magistralmente con la huella de sus múltiples lecturas muchas de las cuales (aún reconociéndose como esa lectora voraz que desde siempre leía cuanto caía en sus manos) provienen de la literatura neofantástica y de la novela negra. Ese afán lector se tradujo muy pronto en la necesidad de ser ella quien inventase esas historias, y así se ha convertido en una escritora en constante crecimiento, que no deja de crear aunque lo haga –como ella misma confiesa- de un modo caótico, impredecible, con tiempos en los que alterna la “calma chicha” con el mayor de los frenetismos.  Porque la escritura es una de sus múltiples pasiones artísticas (ya hablaremos del resto en otra ocasión)  y una de sus necesidades y, como en la vida, estas nunca mantienen una línea constante.

 En lo que sí la mantiene es en el afán de dejar madurar lo que hace, reposarlo, para volver sobre ello hasta considerar que ya está listo para ser compartido con el público lector. Ahí están los resultados. Apenas tres libros publicados y todos ellos reconocidos por importantes galardones: el primero, su novela El mercado de las almas (Concurso de Novela Corta CERSA- Ateneo), con apenas veinte años (de la que esperamos poder tener pronto una reedición); el segundo le concedió el Premio Asturias Joven de Narrativa 2018 por su colección de relatos Alas de musgo, y el más reciente de todos  Amar a la bestia, novela con la que  conseguiría  el premio Camilo José Cela de Narrativa, en 2020. En todas estas obras la presencia de los paisajes vividos y sentidos dejan claramente su impronta en los personajes, a veces desde la memoria, a veces desde la experiencia, dándole a los protagonistas esa traza de realidad que es la única capaz de hacerlos creíbles. Transitar por sus relatos es transitar por sus paisajes y sus gentes, por lo particular que se convierte en universal. Así que no dejen de leerla y de conocer a través de su lectura nuestra tierra y lo que alberga y lo que genera. Para bien y también para mal, pero siempre porque forma de la parte de la vida.

La mirada sobre vega de Gordón

Alguien dijo o escribió alguna vez (perdónenme si no soy capaz de recordar quien fue exactamente porque seguramente será una de esas frases que se le van adjudicando arbitrariamente a diversos personajes) que la verdadera belleza de las cosas  no está en ellas mismas sino en la mirada de quien las observa. Hoy, Nohelia nos ofrece su especial mirada de uno de los rincones que más unidos a su infancia, tan especial que constituye el Comienzo de un relato de seis páginas que naturalmente no vamos a transcribir aquí. Sí, esta preciosa descripción que nos habla de su particular sensibilidad para mirar los paisajes que la rodean y lo que de inspiradores tienen.  



Calle La Cuesta

El pueblo era apenas un puñado de casitas desiguales sobre un terreno empinadísimo que se abría paso a codazos entre los cerros de cascajo, a niveles distintos, como toppings de un yogurt helado. Aquella anarquía constructiva que desafiaba la verticalidad convertía las calles en resbaletas perfectas durante el invierno, trampa mortal para los ancianos, despelleja rodillas veraniego para los niños en bicicleta. Y la más empinada de todas era la calle La Cuesta, una rampa sombría por donde los balones desaparecían del alcance de las manos infantiles al desembocar en la carretera general. Las pelotas la cruzaban y, si sobrevivían al atropello, caían a la vía del tren, que discurría paralela pero varios metros por debajo, así que era inútil correr calle La Cuesta abajo en busca de la esfera perdida: ya nunca podías recuperarla.

Todo cuanto era susceptible de rodar acababa desapareciendo por aquella calleja, que recogía el agua de los canalones en una gran alcantarilla enrejada. Por allí se colaban las pelotas de tenis, las canicas y hasta las peonzas. Era tan oscura que a sus márgenes crecían el musgo y las violetas casi en cualquier estación, como si hubiera un invierno perpetuo en aquel tobogán de cemento hacia la nada, como si detuviera el tiempo. Nadie transitaba la calle La Cuesta, parecía un agujero negro que se tragaba todo lo redondo.

Hoy camino despacio por ella viendo cómo mi redonda infancia se cuela por aquella alcantarilla. De niña traté de meter el brazo, hasta el hombro, sujeta a los barrotes con la otra mano para alcanzar la pelota perdida. Era inútil, por supuesto. Como lo es ahora recuperar aquel reino feliz que fue a morir a la vía, junto a tantas esferas. Quizá Vega de Gordón era en sí una cuesta, como anunciaba a su entrada la gran montaña a la que llamábamos “El tobogán”. Tal vez todo allí rodaba o resbalaba, hasta perderse, de alguna inevitable manera.

Lo bueno de la calle La Cuesta era que apenas había dos vecinos: mis abuelos arriba, una mujer con un ojo de cristal abajo. Mi prima y yo la llamábamos La Bruja, porque apenas salía de aquella casa oscura más que para perturbarnos con su silenciosa presencia si arrancábamos sus geranios. En sus dominios moraban medio millón de gatos de todos los colores que a nosotras nos gustaba capturar para someterlos a dosis de caricias sin fin. Aquello, por supuesto, tenía sus consecuencias en forma de arañazos, pero para mí merecía la pena. Del bufido al ronroneo solo hay un paso. Por muy callejero que sea el felino, al final se doblega sí o sí al amor. Y si no, siempre les quedaba huir por la endiablada alcantarilla. ¡Aquel maldito agujero tenía que llevarse de una forma u otra lo que yo quería!

(Inicio del relato Calle La Cuesta, de Nohelia Alfonso)
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