24/04/2015
 Actualizado a 07/09/2019
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Los debates actuales en torno a la escuela que queremos rara vez se acuerdan de sus protagonistas: los niños. En ellos los concienzudos y críticos adultos se enzarzan en profundas discusiones sobre si la escuela debe ser pública o concertada, si la asignatura de religión debe o no impartirse, …. He visitado muchas escuelas públicas y privadas, religiosas y laicas, y en todas ellas he sentido en esencia lo mismo. En mayor o menor medida todas los colegios son iguales. En todos se vive la gran paradoja de que los niños acaban por no querer ir a la escuela. El fracaso educativo generalizado es mucho relevante que el pregonado fracaso escolar.

El famoso educador británico Ken Robinson critica que en muchos centros educativos los alumnos parecen más obreros que estudiantes. Las escuelas se parecen demasiado a unas fábricas, se educa en serie, se producen ‘ciudadanos’ estandarizados con muy poco espacio para la individualidad, la creatividad o la experimentación. Lejos de fomentar el talento individual se incentiva la mediocridad, eso sí, competitiva. En el siglo XXI aún mantenemos la estructura educativa industrial que intentaba formar obreros para la industria del siglo XIX. Este investigador con mucha razón cuestiona la rigidez de los horarios, la separación de los alumnos por edades, la descompensación horaria de las materias. La escuela es un espacio cerrado y, muchas veces, poco cálido, los niños son literalmente atornillados a una silla y sólo se espera de ellos que no se levanten en años hasta que terminen su carrera universitaria. Como resultado de toda esta sin razón se crea una terrible idea de fondo: a los niños y a las niñas no les gusta aprender, por eso hay que obligarlos, controlarlos, vigilarlos y evaluarlos para que lo hagan.

Los efectos de este modelo de escuela se extienden a toda la vida de la persona. La necesidad cumplir con extensos programas formativos hace que el niño desde muy pequeño se enfrente en su casa a un sinfín de tareas, deberes, de los que al día siguiente tendrá que rendir cuenta en la escuela. En esta realidad, el niño poco a poco deja de tener entusiasmo, emoción y ganas por aprender. La motivación poco a poco es aniquilada y la disparatada idea de que «no les gusta aprender» acaba por parecer una verdad incuestionable. Llegado a este punto quizá tengamos que pensar que son las estructuras y prácticas de esta escuela obsoleta e inútil las que están apartando al niño de su más profunda y vital curiosidad por aprender. ¡Esta escuela ha dejado de ser un lugar para nuestros niños!
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