24/01/2015
 Actualizado a 13/09/2019
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De repente se hace un silencio blanco que nos lleva a sentir una gozosa soledad (aunque estemos rodeados) y miramos las montañas heladas y el mundo parece nuevo sólo por un instante. La contemplación de la nieve nos ensimisma y relaja nuestras angustias. ¿Para qué preocuparse si este momento podría durar por siempre?

La nieve crea esa sensación que también produce la contemplación del mar y del fuego. Debe de ser una conexión mágica con esas primeras noches de la humanidad sin televisión ni internet y un cielo inabarcable como único espectáculo.

Todo es una ilusión, lo sabemos, pero qué maravilla.

La belleza no produce titulares tan duraderos como los accidentes de tráfico por el hielo, los niños sin clase y las toneladas de sal esparcidas por los ayuntamientos. Qué pena, pero qué humano.

Esa emoción, decía, dura apenas un segundo y la procura la primera nevada del año, que cae tan lenta como hecha a propósito para acallar la jaula de grillos de la cabeza, llena de preocupaciones y temores.

Se siente poeta hasta el más pétreo de los mortales y niño el más anciano.

Hay como un ansia por ir a conocer ese mundo glacial y pisar una falta de senderos que semeja las páginas desnudas del Libro del frío de Gamoneda. Tras la huida, una mayor sensación de fracaso al volver a sentir el asfalto bajo los pies.

Y deseamos ver la nieve como la descubrimos la primera vez, porque las ilusiones se nos han vuelto viejas.
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