10/01/2015
 Actualizado a 10/09/2019
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Esta semana nos engulló la niebla. Ahondados en su letargo, nos sentimos desorientados, como un ciego de improviso despojado de su espacio cotidiano y de su bastón. La niebla desciende sobre nosotros y nos traga como ese animal impreciso y formidable que es atmósfera de muchos mitos y tópicos, todos ellos turbadores. La niebla no sólo desdibuja los perfiles de las cosas y las hace evaporarse junto con el lugar en que se materializaban, también diluye el discurrir del tiempo, nos instala en un día sin gobierno solar, lechosamente inmutable, en una noche nacarada, poblada de soles equívocos, tal vez cualquier farola, cualquier errática y trémula luz. La niebla se filtra en nuestros cuerpos, más allá de nuestra vestimenta inútil y nos pulsa tendones y huesos como cuerdas de un instrumento desquiciado que tirita sin ton. Si nos quedamos parados, la niebla suspende y entumece nuestro entendimiento y encoge el panorama del mundo hasta hacerlo apáticamente miope y repetido, como si no hubiera un mañana ni un lugar distinto a este en que estamos, tan encogido y fútil.

Algo como esta niebla que embrutece, amedrenta y abotaga debe impulsar los actos de esos tipejos que son capaces de asesinar a sangre fría invocando una fe que si algo tiene de respetable y de común con las demás es precisamente la consideración hacia los otros, la predicación de una estima universal a todo semejante. Sólo una mente lixiviada y de sucia simplicidad ampararía tales actos pretendiendo argumentarlos. Por otro lado, sólo una bruma muy densa nos haría suponer que el Islam tiene algo que ver con esos canallas, aparte de ser su excusa. La misma excusa que antaño fueron los vascos para ETA, la misma que siempre buscan quienes matan, en un largo y nebuloso etcétera. Sólo una niebla glacial y falsaria, simulacro de una idea desvanecida, puede conducir a alguien a ejecutar tales crímenes o a justificarlos poniendo como coartada a un profeta muerto, a una religión antigua, a una creencia más.
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