30/09/2019
 Actualizado a 30/09/2019
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Julio Llamazares, el escritor nacido en el desaparecido Vegamián, hoy un pantano generoso en paisajes y en fertilidad para los campos de maíz, acaba de autorizar la publicación, en Nórdica, de su famoso libro de poemas ‘Memoria de la nieve’ con ilustraciones de Adolfo Serra, y en un pequeño prólogo afirma que, de este libro nacido en 1982 «no cambiaría una coma si lo volviera a escribir».

El sábado, 7 de agosto, ambos charlábamos, en la fresca mañana de Boñar, acerca de la España vacía, cómo no, pero también de aquello que para nosotros no había cambiado, y todo estaba en nuestro interior. De las pocas cosas, incluyendo creencias, ideologías, afectos, y demás, que parecen ahora firmes y seguras, ahí está la poesía, al menos la que nace de una verdad profunda como un manantial, sin atender a modas ni promociones, sino a diseccionar la entraña del dolor del que cada cual pretende salvarse él y salvar a los demás. Como asegura al día siguiente, 8 de agosto, el gran Antonio Gamoneda en el diario El Mundo, «La poesía nos salva constantemente de nosotros mismos».

A los versos los precede una cita de Strabón en su ‘Geografía. III,3,7.’ que asegura que «Todos los montañeses son sobrios, beben agua…duermen en el suelo y llevan el pelo largo como las mujeres, atándoselo en la frente con una cinta para el combate». Esa es la función de la poesía, cree el cronista ahora en su vejez: ceñir todo deseo de belleza con una hermosa cinta, para combatir. Y es que son bastantes los poetas que no conciben su arte como una mera expansión de los sentimientos, sino como una reflexión acerca de las circunstancias vitales que condicionan el que debiera ser el normal desarrollo de la vida humana con sus derechos naturales intactos, entre ellos la libertad.

«Mi memoria es la memoria de la nieve. Mi corazón está blanco como un campo de urces». Ni un solo verano ha dejado pasar este cronista sin visitar el alto Porma, zona cuyas leyendas escribió en su ‘Los falampos de la nieve’, libro del que no cambiaría ni una coma, a pesar de no encontrar a nadie por aquellos pagos que sepa ni una sola de las leyendas que a él le contaron sus padres, jóvenes habitantes de aquel Edén, y donde aprendieron, ya de mozos, a leer y a escribir, gracias a la bonhomía de personas que, como asegura Strabón, «También beben cerveza…y bailan en corros al son de flautas y trompetas».

«En labios amarillos la negación florece. Pero existe un nogal en donde habita el invierno». Ni una coma.
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