20/05/2023
 Actualizado a 20/05/2023
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Descubrí recientemente el término ‘neofilia’, que se atribuye al escritor Robert Anton Wilson, aunque el fenómeno que describe ya hubiera sido estudiado en los años 60 por el sociólogo Everett Rogers y utilizado por autores de la talla de J. D. Salinger.

Con él trata de definirse un rasgo de personalidad consistente en la obsesión por la novedad. El neofílico busca o incluso necesita lo nuevo, rechaza la tradición, la repetición y la rutina, y se aburre rápidamente con todo lo que ya ha experimentado.

Si miramos a nuestro alrededor, si nos miramos a nosotros mismos, descubriremos por todas partes hasta qué punto la neofilia determina las decisiones y los puntos de vista de la sociedad actual. Cuántos de nosotros o de quienes nos rodean necesitan el último móvil, la última actualización, el último accesorio, exhibir la moda más reciente, conocer el último éxito musical antes de que lo sea, disponer del último electrodoméstico. A cuántos les disgusta todo lo que no está recién concebido o que al menos acaba de ser reformado.

La propagación de la epidemia neofílica requiere grandes dosis de sentimentalismo, ese virus que llevamos acantonado desde tiempos de Baudelaire y que, según el sabio profesor John Senior, se encuentra en el origen de nuestra decadencia cultural: la razón no debe ser tenida en cuenta, tan sólo debemos atender al sentimiento, a la emoción. Y la emoción se diluye pronto a medida que se repite la experiencia. Por eso hemos desarrollado una enorme tolerancia hacia la novedad, nos inmunizamos frente a la satisfacción que nos producen las cosas en la medida en la experiencia que tenemos de ellas deja de ser nueva. A Algunos les pasa hasta con las personas.

El neofílico es al final el inmaduro crónico que la sociedad de consumo necesita y al mismo tiempo genera, es ese niño que tira su juguete nuevo después de utilizarlo la primera tarde.

Antes de dejarnos llevar por el vértigo de lo nuevo analicemos su coste y el verdadero valor añadido que nos aporta. Ya sabíamos si habíamos dormido bien o no antes de que nos lo dijese la pantalla de nuestra pulsera de actividad.

Me apetece terminar con la conocida frase que se atribuye a Alfonso X el Sabio: «Quemad viejos leños, bebed viejos vinos, leed viejos libros, tened viejos amigos».
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