25/07/2021
 Actualizado a 25/07/2021
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La atracción por el atletismo me viene (supongo que no seré el único) de los años del bachillerato y del estudio del griego entonces, algo absolutamente impensable hoy en día. De lo uno y de lo otro guardo la memoria de Phillípides, a quien el general ateniense Miliciades el joven encargó recorrer la distancia que separaba la llanura de Maratón de la ciudad de Atenas para dar la noticia del triunfo en la batalla contra los persas. Urgía, porque, tal y como se había convenido, si las mujeres no recibían esa noticia antes de veinticuatro horas ellas mismas, al ponerse el sol, matarían a sus hijos y se suicidarían a continuación. La amenaza persa, de haber vencido, consistía precisamente en saquear la ciudad, violar a las mujeres y sacrificar a los niños. De modo que el bueno de Phillípides, además de haber estado combatiendo un día entero, tuvo que recorrer los 42 kilómetros con tanto empeño que cuando llegó al destino cayó agotado y sólo pudo decir: «hemos vencido».

Desde entonces seguimos, sigo, mimando ídolos en nuestras almas frustradas y necesitadas de estímulos, muchos de los cuales, claro, los escogemos en desfiles épicos como el que ahora luce Japón. Recordamos la agilidad y la gracia de Nadia Comanesci sobre la barra de equilibrios, la abusiva belleza de Svetlana Boginskaia en las barras asimétricas, la fealdad arácnida de Bob Beamon al caer sobre la arena del estadio, la nariz deliciosa de Walter Magnífico bajo las canastas, las uñas indómitas de Florence Griffit brillando sobre el tartán… Mas, por encima de todos, siempre dos nombres que representan la conjunción de los atletas rupestres africanos y la mecánica germana: Abebe Bikila, el maratoniano etíope, dos veces ganador de la prueba olímpica, que concluyó sus días en una silla de ruedas, y Ulrike Meyfarth, la más extraordinaria saltadora de altura, que ganó la medalla de oro en los Juegos de Munich con tan sólo 16 años. Siempre quisimos ser como ellos, ser ellos, para desafiar las leyes de la naturaleza.
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