07/04/2019
 Actualizado a 10/09/2019
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Cuando entró en vigor la Ley antitabaco muchos dudábamos que pudiera aplicarse de manera efectiva en España. Cambiar las costumbres de un país con una cultura de bar tan singular y arraigada como la nuestra, imponer que todo el mundo dejase de hacer lo que había hecho toda la vida, e imponerlo al mismo tiempo en el garito de Malasaña y en el Casino de Torrelodones, en el teleclub de Pozoseco y en la discoteca de moda en Ibiza, parecía imposible. Pero la gestión del asunto se puso en manos de la Policía Nacional, que cada vez que alguien encendía un cigarrillo en un bar aparecía como si fuera a capturar a Bin Laden, y la aplicación de la Ley fue un éxito total. Aquello demostró que el Estado tiene medios suficientes para imponer cualquier norma, desde la que prohíbe fumar en lugares públicos hasta la que impide celebrar butifarrendums, y que, por tanto, si la Ley no se aplica es porque el Estado no quiere, como se está demostrando cada día en el juicio contra el golpe de Estado separatista y como se terminará de demostrar cuando, tras las condenas, llegue Sánchez con el indulto si las urnas no se lo impiden.

No hay, por ejemplo, gran interés perseguir la venta de alcohol a menores, lucrativo negocio que prolifera impunemente en nuestra ciudad. No estamos hablando de un púber de barba precoz que engaña a un camarero, ni de una niña que sale al pub con el DNI de su hermana mayor. No, me refiero a establecimientos que cada fin de semana se abarrotan de menores tan menores que cualquier veinteañero que entrase en ellos se sentiría deprimido. Los padres de cualquier adolescente y los profesores de cualquier colegio de secundaria saben perfectamente de qué locales estoy hablando, y por si la cosa fuera poco notoria los críos que acuden a ellos en tropel y se ponen como piojines, se retratan con los camareros y cuelgan las fotos en Instagram.

Pero para las Administraciones públicas este asunto es mucho menos importante que el hecho de que un abuelo se fume un Ducados jugando la partida en el bar de su pueblo, de modo que al menos en nuestra ciudad su persecución no compete a la Policía Nacional, sino que depende exclusivamente de la Policía Local. Y como la actual corporación ha convertido a este cuerpo en un organismo gestor de multas de tráfico, dedicado a jugar con radares y camaritas y a saquear indiscriminadamente nuestras cuentas corrientes, quienes viven de intoxicar a los chavalines prosperan impunemente y gozan de enorme tranquilidad. En locales libres de humos, eso sí.
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