09/01/2018
 Actualizado a 18/09/2019
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Cuando algunos estudiábamos, sobre todo en los primeros años, en el Seminario no nos daban puentes, y ni siquiera en vacaciones de Semana Santa podíamos ir a casa. Seis meses seguidos sin salir del internado. De ahí el ansia con que esperábamos las vacaciones de Navidad y la angustia que nos invadía cuando se terminaban. Era la típica morriña que algunos eran incapaces de superar. No teníamos teléfonos móviles, porque no existían, y en nuestras casas tampoco tenían teléfono fijo. Tampoco teníamos televisión. Eso sí escribíamos y recibíamos cartas, algunas de las cuales aún se conservan, y son verdaderas joyas. El viaje, a pesar de no superar los cincuenta kilómetros de distancia llevaba prácticamente el día, con sus correspondientes transbordos y esperas. Y, además, el frío y las madrugadas. A pesar de todo, no guardamos rencor ni renegamos de la férrea disciplina, casi espartana, que nos entrenaría para la vida.

Pero la Navidad era verdadera celebración del nacimiento del Hijo de Dios. Y, aunque la iglesia del pueblo no tuviera calefacción, aunque hubiera que sortear un montón de charcos para llegar al templo, nadie, ni jóvenes ni mayores, ni niños ni ancianos perdíamos la misa o las misas en las que se iban celebrando para resaltar las distintas manifestaciones del misterio navideño.

Sabíamos que existía Papa Noel, pero nos resultaba tan lejano como los renos y los trineos. La víspera de Reyes hacíamos grandes hogueras para que los magos las vieran desde lejos. Los regalos eran pocos y pobres. Ni en sueños esperábamos ver entre ello, por ejemplo, el anhelado triciclo. Pero había ilusión. Aun no se había puesto de moda la costumbre de las uvas en la Nochevieja. Más aun, durante varios años recuerdo que el cura del pueblo, con bastante éxito de convocatoria, nos reunía en la iglesia para pasar allí la última media hora del año viejo y la primera media hora del nuevo.

La cuesta de enero era sobre todo por la nostalgia de unos felices días que quedaban atrás. Ahora esa cuesta para unos se debe tal vez a los kilos de más que se han adquirido por el exceso de comida o a la dificultad de hacer frente a los gastos del nuevo año por eso de que los bolsillos o las carteras han quedado más bien vacíos. Pero el mayor vacío es el que mucha gente tiene en su alma, especialmente tantos padres e hijos, niños y jóvenes, que no han sabido vivir cristianamente la navidad. Justo lo contrario de la alegría desbordante con que la celebran tantos cristianos perseguidos.
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