21/12/2014
 Actualizado a 19/09/2019
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El mundo se divide entre las personas que adoran la Navidad y los que la detestan. Entre estos últimos son mayoría los que en estas fechas acusan el dolor de las ausencias o de los desencuentros familiares. La nostalgia, decía Heidegger, es el dolor que nos provoca la proximidad de lo lejano, y no hay nada que nos acerque tanto a lo que ya nos es lejano como la Navidad.

También están los que la aborrecen por razones ideológicas o religiosas, pero hemos frivolizado tanto esta fiesta que ya no nos extraña que la celebren igualmente como una rara forma de navidad laica. Incluso son varios los colegios públicos en los que sólo los alumnos de Religión ponen el belén, segregados de los que, por decisión mitad paterna mitad gubernativa, se limitan a instalar extraños abetos en deconstrucción. Condenar a los niños a vivir la Navidad sin el Niño del portal es bastante más absurdo que llevarles a un magosto y prohibirles comer castañas.

En León, imagino que como en otras capitales de provincia, la Navidad tiene el sabor especial del reencuentro. Apenas es posible encontrar a una familia leonesa, o a una peña de amigos, que no tenga entre los suyos a varios miembros en el exilio laboral, más o menos voluntario, que vuelven a nuestra ciudad por estas fechas. Las reuniones de viejos amigos y colegas, los paseos intergeneracionales por la calle Ancha, las partidas y las rondas tradicionales que no se dan el resto del año, son tan reales para todo el que quiera verlas, como lo es para los cristianos el nacimiento del Niño Dios cada Nochebuena. Reducir la Navidad a una cuestión de fe es un error, porque no se puede negar que la forma en que todos –con independencia de nuestras creencias– nos saludamos en estos días, la manera en que nos despedimos de nuestros compañeros de trabajo antes de las vacaciones, la forma en que nos felicitamos y nos relacionamos, es diferente, y desde luego más bonita. Cristo no nació sólo para los cristianos.

No me importa en qué crea el individuo anónimo que lleva a sus hijos a ver el impresionante belén monumental de Cerezales del Condado, o el de Valencia de Don Juan, ni el que me encuentro cantando villancicos antes de la cena de Nochebuena por los bares del Burgo Nuevo, pero sí me importaría que no estuviese.

Si hay unos días en el año en los que el ambiente fomenta el abrazo colectivo, pensemos, antes de emprender su deconstrucción, que todos tenemos la posibilidad de disfrutarlos, de aparcar nuestras diferencias y de no excluir a nadie, ni siquiera al Niño de Belén.
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