30/07/2016
 Actualizado a 19/09/2019
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Imagínenselo. Van ustedes en un autobús de línea, encomendando su futuro inmediato y su destino a un desconocido que lo conduce porque se le supone capacitado para ello y responsable de una forma de comportarse previamente conocida y reglamentada: es su oficio y usted ha escogido su empresa para viajar. Sin embargo, infringe las leyes de tráfico y circula a velocidad desmedida, provocando situaciones peligrosas que, pese a causar desasosiego entre los pasajeros, afortunadamente se resuelven sin mayores accidentes. No obstante, los agentes de tráfico han detectado las infracciones y proceden a cursar la correspondiente multa. A su juicio, ¿Quién debería pagarla? No tienen duda, ¿verdad? Pues no está tan claro como parece. Cambien ustedes al pasaje por los ciudadanos de un país; al conductor del autobús por el gobierno de ese país y a la guardia civil por las autoridades europeas, y la multa la tendríamos que pagar los que viajamos en el autobús.

Las multas son una medida coercitiva habitualmente en forma de sanción económica no progresiva, como el IVA. Es decir, paga igual el que tiene mucho que el que no tiene ni chavo. De ahí que algún futbolista, entre otros acaudalados dueños de coches de lujo, se permita alguna que otra infracción. En resumen, pueden convertirse en una especie de tarifa para hacer barbaridades. Muchas grandes empresas prefieren pagar antes que cumplir, pues con algunas normas sale más barata la multa que la ley, alentando la sospecha de que ésta esté concebida para los de siempre. Pero hasta ahora no era común que la propia multa fuera a parar a los que no han hecho sino por cumplir la norma, esforzarse al máximo y sufrir incluso a causa de una regla que, injusta o no, han respetado. De ahí que los agentes sancionadores, magnánimamente, hayan decidido perdonarnos esa multa a todos. Pero, ¿a quién se la perdonan? ¿Al infractor? Me temo que sí, que se la han perdonado al gobierno, aunque la fuésemos a pagar todos. Son tan colegas.
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