04/08/2019
 Actualizado a 18/09/2019
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Cuenta Ramón Sender Barayón, hijo del prestigioso novelista Ramón J, Sender y de Amparo Barayón Miguel, en el libro ‘Muerte en Zamora’ que, ante la inminencia de ser ejecutada junto a las tapias del cementerio zamorano de San Atilano, su madre escribió una nota de despedida a su marido que una compañera de cárcel guardó durante mucho tiempo, pero que al final tuvo que romper en pedazitos, tragársela en la garganta y engullirla en la memoria, pues cada poco registraban a las reclusas. En ella hacía a Miguel Sevilla Cabrero, su cuñado, sastre de eclesiásticos y militante tradicionalista, responsable de su muerte: «Mi querido Ramón, no perdones a mis asesinos que me han robado a Andreína, ni a Miguel Sevilla que es el culpable de haberme denunciado. No lo siento por mí, porque muero por ti. Pero, ¿qué será de los niños? Ahora son tuyos. Siempre te querré»,

Tras el fallecimiento de su padre, remiso a hablar de Amparo, Ramón Sender Barayón vino en los ochenta del pasado siglo a España a indagar todo lo que pudiera sobre su madre. Las compañeras de reclusión le dijeron que Amparo quiso confesarse, pero el cura se negó a hacerlo y a darle la absolución, alegando que, al no estar casada por la Iglesia, había estado viviendo siempre en pecado. El día 10 de octubre de 1936 una voz estentórea leyó el nombre de tres mujeres. Como quiera que una de las nombradas tardaba en salir: «¿Bajas o quieres que subamos a por ti?». Los falangistas ejecutores las subieron a un camión. No iban esposadas. Minutos después de las doce, la camioneta enfiló la carretera de Salamanca, rumbo al cementerio. Amparo salió hacia la eternidad llorando y gritando: «¡Mis hijos! ¡Mis hijos!»

Ramón visitó la tumba de su madre. La losa estaba a pleno sol, y la piedra blanca reflejaba una luz cegadora. Traía de Estados Unidos una cajita que contenía una parte de los restos de ceniza de su padre y quería ponerlos junto a los restos de Amparo. Pero la tumba no se podía abrir. No había más alternativa que, o bien organizar un espectáculo y hacer que levantasen la lápida de mármol y abrir el féretro de su madre para poner dentro parte de las cenizas de su padre, o comportarse. Ramón introdujo la cajita por una pequeña abertura y oyó el eco del aterrizaje de la caja sobre el fondo. ¡Qué vacío sonaba! Hacía un tremendo calor. Ramón en su vida había estado tan incómodo. Lo único que quería era abrir la tumba con sus propias manos, levantar la tapa del féretro y abrazar contra su pecho los infortunados huesos de su madre. Quería arrebatarla de las garras de las tres entidades que le habían dado muerte: su familia, su Iglesia y su ciudad. Sentía una frustración terrible después de haber llegado, a través de los años y de miles de kilómetros, sólo para ser frenado en sus impulsos por unos metros de piedra. Pero tenía que comprender, de una vez por todas, que su madre estaba ya fuera de su alcance. Y que jamás volvería a tenerla junto a sí, a saciar su hambre de caricias. Volvió al cementerio otro día, decidido a pasar la tarde sólo con su madre. Sentado allí con ella, pensando en el cura que le negó la absolución y la entregó al más extremado horror de su religión. Sus restos, sin esperanza de redención, se quemarían en el infierno por toda la eternidad. Amparo había abandonado la Iglesia porque la Iglesia se había vuelto sucia. Paseando entre las tumbas, Ramón, por último, se preguntaba dónde habría dado Amparo el último suspiro antes de que sus verdugos apretaran el gatillo: «Junto a la cruz de la entrada –le dijeron los sepultureros».

Continuará.
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