07/04/2016
 Actualizado a 11/09/2019
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Esto de hoy sólo interesará a los de Vegas, que, por otra parte, son mis lectores más fieles, aunque sólo sea por ver como la jodo, otra vez. Esto de hoy habla de la muerte y de la vida, la eterna lucha en la que los hombres nada podemos hacer, nada podemos decir. Es cierto que todos sabemos que nacemos y que morimos, como es cierto que el sol sale todos los días (nace) por la Quebrantada y se pone (muere) por Candajo. Pero sabemos que el sol sale a las 7 y se pone a las 7; lo que nos falta por saber a los hombres es cuando tenemos que morir: y ahí viene el problema. A estas alturas de la película se da por supuesto que los hombres morimos muy viejos y, a veces, no es así. A veces la vida, que es una puta carísima, con unos caprichos desorbitantes, hace un extraño y ¡zas!, se lleva por delante a un pobre que sólo tiene 53 años. Es, a estas alturas de la civilización, un desbarajuste, un error. Lo peor, no cabe duda, es para que el que se va. A día de hoy, y por muy creyente que uno sea, nadie lo admite de buen grado, porque nadie ha vuelto para decirnos que existe el paraíso, que el más allá no es Móstoles, sino los Campos Elíseos o el Valhala. Si alguien hubiera vuelto y lo afirmase con pruebas, no sólo con la fe, sería un chollo morir, no nos costaría trabajo admitir el tránsito al otro mundo del que hablan todas las religiones y todas las civilizaciones. Pero el que parte, como el poeta, lo hace ligero de equipaje, con la duda, terrible duda, de lo que se va a encontrar. Los que se quedan aquí, la familia y los amigos, se encuentran mal, atormentados por la ausencia del padre, del hermano, del amigo...; aquel que siempre estaba a su lado, aquel al que podían contarle sus dudas, sus ansiedades, sus dilemas. El dolor les hace insensibles a la propia vida, que, por ley natural, tienen que seguir padeciendo. Es cierto que al dolor, como casi todo en la existencia, el tiempo logra calmarlo; se hace un compañero que no estorba, que nos acompaña y no nos deja hasta que nos llega la hora a nosotros mismos.

En el último año han muerto en Vegas tres amigos que tenían 53 años. Es, no cabe duda, una estadística demoledora, aterradora; es muy probable que este hecho suceda en muy pocos lugares. Hablamos de un pueblo que se está quedando vacío, yermo de vida porque la juventud no corre por sus calles, por donde pasean, eso si, algún viejo y muchos fantasmas. Por eso, cuando la diña un hombre de 53 años es una tragedia, y no sólo para la familia. Es el recordatorio de que la vida es muy injusta, muy dañina, muy, muy puta. Aparte de Eduardo, de Jóse el gitano y de Sasi, la han palmado, en un espacio de tiempo corto, muy corto, Óscar, Toño Cotanes, Nani, Jesús el de Plantafar, Carlos Canuto, Carlos Tareta y, seguramente, algún otro que se me olvida. Ninguno llegaba a los 60 y uno no había cumplido los 40. La mayoría de ellos dejaron atrás mujer e hijos y los que no, madres, padres y hermanos. Se han ido como vinieron: sin pedirlo y habiendo vivido acongojados por todas las simplezas con las que se acongojan los hombres: que si el trabajo, que si no llega el dinero, que si tengo que arreglar el tejado, que si me han quitado el agua...

Si esta hecatombe hubiera sucedido en el siglo XVII a nadie le extrañaría. Los hombres vivían aterrados por el espectro del hambre, de la guerra, de la peste... Pero estamos en el siglo XXI. El hombre ha dominado el átomo, el espacio, la velocidad, el dolor..., pero no ha conseguido acabar con la muerte, y nunca lo logrará. Es lo que nos separa de ser dioses, sea cual sea ese Dios.

Esto de hoy es un alegato a la vida que sé que no tendrá respuesta. Ni la espero. Que descansen en paz y que nos esperen muchos años en el Paraíso. A nosotros, a los que nos quedamos, sólo nos quedan los recuerdos..., y estos no siempre son buenos.

Salud y anarquía.
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