Mozart en Dowton Abbey

El Festival de Salzburgo sitúa ‘Las bodas de Fígaro’ en una mansión inglesa a comienzos del siglo XX con guiños a la serie televisiva. Este jueves se exhibe en los cines Van Gogh

Javier Heras
08/11/2018
 Actualizado a 12/09/2019
‘Las bodas de Fígaro’ en una imagen del la representación llevada a cabo en 2015 en el Festival de Salzburgo. | RUTH WALZ
‘Las bodas de Fígaro’ en una imagen del la representación llevada a cabo en 2015 en el Festival de Salzburgo. | RUTH WALZ
Salzburgo marca el listón en lo que a Mozart se refiere. La patria del compositor acoge desde 1920 uno de los festivales de mayor prestigio mundial. Solo aquí, ‘Las bodas de Fígaro’ se ha representado en más de 250 ocasiones y una veintena de producciones distintas. La última la firma el veterano dramaturgo alemán Sven-Eric Bechtolf, codirector del certamen, que ubica la acción en una mansión señorial inglesa de principios del siglo XX, inspirada en la serie ‘Downton Abbey’. Nobles y sirvientes viven separados: los primeros, en el piso superior; los segundos, en el inferior, como los Bellamy en ‘Arriba y abajo’.

En lo musical, difícil apuntar más alto. Al frente de la Filarmónica de Viena, el israelí Dan Ettinger, titular en Tokio y Mannheim y protegido de Barenboim. Reputado clavecinista, dirige desde el fortepiano, con el cual acompaña los recitativos. Ya ha triunfado con Figaro en Múnich o el Metropolitan de Nueva York. En cuanto al reparto, valores seguros como el carismático italiano Luca Pisaroni, la soprano alemana Anett Fritsch y el barítono zaragozano Carlos Chausson, curtido en los papeles bufos desde que debutara en San Diego en los 70. La ópera se podrá ver en versión grabada en Cines Van Gogh este jueves a las 20:00 horas.

‘Las bodas de Fígaro’ es una favorita del público desde el primer día… o casi. El estreno en Viena en 1786 fue tibio (apenas nueve funciones), pero al año siguiente en Praga, con el propio compositor a la batuta, despertó fervor. Tanto, que el Emperador limitó por decreto el número de bises que podían pedirse, ya que las veladas se eternizaban.

Mozart, en su primer trabajo como hombre libre –sin encargos de por medio, tras su despido del arzobispado–, parecía destinado a leer a Beaumarchais. El autor había publicado dos años antes la pieza teatral ‘Le mariage de Figaro ou La Folle journée’, vodevil de enredo sobre un criado que se rebela cuando su señor intenta seducir a su prometida. Fue un taquillazo en Francia (encadenó 68 funciones en el Théâtre Français de París), pero se censuró en Austria por su tono revolucionario: el aristócrata es el personaje negativo, y tiene mucho que aprender de sus vasallos en asuntos de moral. Beaumarchais criticaba la sociedad feudal con conocimiento de causa: él había ascendido desde una familia humilde de relojeros hasta lograr apellido nobiliario. Y todo gracias a sus habilidades como orador y músico. Como él, Fígaro –el protagonista– triunfa por su ingenio, tenacidad y conciencia burguesa. Su nombre nos sonará, como el de Almaviva o Basilio, de ‘El barbero de Sevilla’, de Rossini, basada en otra obra del francés.

A partir de ese texto, Mozart elaboró en solo seis semanas un dramma giocoso que contiene sus temas favoritos -el paso del tiempo, la (in)fidelidad, la comprensión- y que sorteó la censura pese a denunciar las desigualdades. ¿Cómo? Su libretista, Lorenzo da Ponte, era el poeta oficial de la Corte, y convenció a la corona de que nadie comprendería el contenido, al ser cantado y en italiano. La dupla Mozart-Da Ponte dio lugar a otras dos obras maestras: ‘Don Giovanni’ y ‘Così fan tutte’.

La sublime partitura, festín de melodías imborrables (como el dueto de la carta, ‘Sull’aria’, que sonaba en la prisión de ‘Cadena perpetua’), consigue describir toda la paleta de emociones humanas: el deseo, los celos, la nostalgia, la ira… También caracteriza psicológicamente a los personajes, como el paje Cherubino, un adolescente en pleno despertar sexual: su armonía inestable y sus bruscas modulaciones simbolizan las hormonas en ebullición.

Desde la contagiosa obertura, nos deslumbra la orquestación, la finura, la sensibilidad, el buen gusto. Pese a su apariencia simple, «cada número es un milagro», escribió Brahms. Nada suena forzado, y hasta las estructuras más complicadas se desarrollan con fluidez y precisión, como el insuperable desenlace del Acto II, que crece de dúo al sexteto.
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