15/09/2015
 Actualizado a 16/09/2019
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Misericordia significa poner el corazón en la miseria. Y, al hablar de miseria, nos referimos no tanto a la miseria material cuanto a lo que podíamos llamar miserias humanas. Para hacerse cargo de estas miserias sólo tenemos que poner el telediario o simplemente observar lo que ocurre a nuestro alrededor. Entre los adjetivos que suelen ponerse a Dios uno de ellos es el de misericordioso, que es tanto como decir que pone el corazón en nuestras miserias, que nos quiere, a pesar de todo, que está siempre dispuesto al perdón, máxime cuando alguien es capaz de reconocer humildemente sus errores y limitaciones. Justo lo contrario de lo que con frecuencia nos apetece a nosotros: juzgar, condenar, devolver mal por mal.

Si tal es la condición de Dios, no lo debería ser menos la de quienes se consideran sus representantes, entre los que se encuentra la Iglesia. Aunque teóricamente ésta tiene la misión de aplicar la misericordia, no siempre lo ha hecho adecuadamente, pero, como el Espíritu Santo nunca la abandona, no se cansa de hacerle caer en la cuenta de que tiene que convertirse. La historia está llena de signos positivos que muestran cómo después de las grandes crisis surgen momentos de gracia y renovación. Y uno de ellos es sin duda el momento actual. Pero seríamos injustos si nos fijáramos solamente en el Papa Francisco como protagonista de este afán de renovación y conversión, puesto que la trayectoria de todos los papas del siglo XX ha sido la mejor sementera para poder recoger ahora estos preciosos frutos.

Dentro de pocos meses dará comienzo el ‘Año de la Misericordia’. La Iglesia nunca podrá dejar de defender la vida humana y el matrimonio, pero estos pequeños gestos como el de que cualquier sacerdote pueda levantar la excomunión a quien haya incurrido en ella por causa del aborto o de agilizar y evitar gastos en los procesos de declaración de nulidad matrimonial son signos claros del deseo sincero de aplicar la misericordia divina. No se trata de minimizar la defensa de la vida y de la familia, sino de manifestar que Dios es bueno y no deja de amarnos.
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