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Mirar desde el triforio

12/03/2023
 Actualizado a 13/03/2023
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Mi última cita con Justo el numerólogo terminó sin grandes conclusiones, más allá de que ni siquiera él, pese a su maestría con los guarismos, era capaz de cuantificar lo que echábamos de menos a Lolo todos los que andábamos por allí. Fue una noche de esas en las parece que te sientes obligado a pasártelo bien y, cuando lo empiezas a conseguir, te acuerdas del que no está, aunque aún sigas sin creértelo del todo, y tienes que andar renovando cada poco las ganas. Beber engaña, pero no ayuda. El asunto se complicó tanto que el mismísimo Lolo hubiera puesto un poco de cordura en todo aquello. Hubo que rescatar a un alcalde que, literalmente, estuvo a punto de ahogarse en una olla y, como iba disfrazado de cura, algunos apuntaron que quizá podía darse la extremaunción a sí mismo, unciéndose con las sopas de ajo si fuera necesario. El mismísimo Obélix se nos acercó para mostrar su admiración por Fulgencio y sus cataplamas, consciente de que, pese a las modas de los gintonics en ensaladera («Menestra con ginebra», cantan Catalina Grande Piñón Pequeño, definitivamente lanzados al estrellato como merecen), ambos compartían una romántica fidelidad por el Larios, de modo que estuvieron repasando sus bondades. A aquel Obélix, al parecer, haberse caído de pequeño en la marmita de la poción mágica no le había impedido desarrollar a lo largo de su vida una querencia desmedida por la clásica y humilde ginebra, con la que se han emborrachado tantas generaciones, que tantas barras ha desinfectado y tantas lunas descongelado.

Por la mañana, sin que mediara resaca alguna, el numerólogo sacó dos varillas de radiestesia y nos pusimos a buscar cada uno nuestras coordenadas. Pasaba algo parecido a cuando, siendo adolescentes, hacíamos espiritismo para asustar a las chicas y los que terminábamos asustados éramos nosotros: la mano que movía la ouija solía ser la mano del que más ligaba, porque invocásemos a quien invocásemos le solían responder a todo que sí. Con las varillas de radiestesia me sentí como un zahorí, cosa que nunca me había pasado, y me salió que tenía que poner el cabecero de mi cama justo en un punto en el que, digamos, había que hacer demasiada obra. Como tampoco es que me pillara demasiado cerca de casa, y pese a que el numerólogo me advirtió de que estaba desaprovechando concentraciones de energía que podían resultar muy beneficiosas, preferí seguir guiándome por las que han sido mis coordenadas a lo largo de toda la vida. En la provincia, mi campo magnético y mi campo semántico se cruzan siempre en el Pico Correcillas, que me suele marcar el norte desde cualquier distancia y evita que me desoriente, aunque los locales le llamen Pico Polvoreda y empiecen las ambigüedades.

En la ciudad, desde pequeño, los cuatro puntos cardinales los marcaban las diferentes fachadas de la Catedral. El sol, cuando sale por La Candamia, pega en las capillas de la girola, así que eso es de lo que me acuerdo cuando busco el este. Cuando se pone, estalla en el rosetón principal, haciendo del interior un caleidoscopio y tiñendo la piedra de la fachada de un rosa irreal, distópico que diría un moderno, imposible para los fotógrafos y demasiado cursi para los pintores, pero que ayuda a saber dónde queda el oeste. Por allí suelen entran las parejas a casarse y, si hay mucha boda, la Catedral se convierte en una especie de línea de producción del amor, de modo que adaptan un poco los sermones, cambian las flores y les mandan salir, ya unidos en santísimo matrimonio, por la fachada sur, que es la que da al Obispado. La fachada norte da al claustro y, más allá, al Pico Correcillas, lo que completa mi particular brújula de los días y evita que, como el más grande cronista leonés de todos los tiempos, me desnorte cada poco.

Esas han sido mis coordenadas desde siempre, el lugar desde donde me parece que puedo ver girar el mundo, lo que a veces da la sensación que es lo único que se mueve por esta latitud y esta longitud. Además de mi brújula física, la Catedral es también la brújula espiritual de muchos leoneses y, quizá por eso, dentro de ella, como una metáfora de la propia ciudad, el tiempo permanece detenido. A menudo nos sorprendemos de que muchos habitantes de León no conozcan su provincia, que es muy grande y retorcida, pero la verdad es que la mayoría de los leoneses tampoco conocen la Catedral todo lo que debieran, aunque presuman de ella y, por las noches, se la muestren a las visitas desde la distancia como si fuera una tarta iluminada en medio de la ciudad.

Uno de los elementos que suele pasar inadvertido en las explicaciones pero que demuestra mejor que ningún otro que aquí nada ha cambiado es el triforio. Allí se exhiben los escudos nobiliarios de las familias más pudientes que, en algún caso incluso conservando apellidos todavía, siguen repartiéndose el poder y la riqueza de esta tierra, cediéndose cargos entre sí o pasándoselos de padres a hijos en empresas, partidos políticos (ahí están las listas electorales), instituciones, cofradías, sindicatos... Desde el triforio se sienten más cerca de la vida celestial y los milagros de las grandes vidrieras que de la vida terrenal del común de los mortales, a los que miran por encima del hombro mientras se confiesan de sus previsibles pecados. Aquí aplica la casta hasta el que inventó la expresión. El sistema se ha ido perfeccionado tanto con el paso del tiempo que cualquier día no sabremos ni siquiera cómo orientarnos y quedaremos desnortados porque dirán que las coordenadas también se heredan.
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