30/11/2019
 Actualizado a 30/11/2019
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Le veo ascender por la Calle Ancha, taburete en mano. Es uno de esos mimos callejeros, que disfrazado, se exhibe en la calle para mover las carteras perezosas de los transeúntes. Su caracterización es perfecta. Parece estar a punto de aventurarse, piqueta en mano, a rascar las fauces de la tierra para arrancarle de las entrañas el oro negro que dará sustento a la prole.

El hombre minero-mimo tiene la cara pintada . Mono enfundado. Mira disimuladamente en derredor con cierta desazón. Lleva una pena tan negra como la pintura que tizna su cara. Permanecerá toda la tarde hierático, agazapado en el corazón de una calle que parece de juguete. Pantomima de cartón piedra reflejo de lo que la realidad oculta.

El hombre se alza sobre su tarima portátil. Esperando un futuro que no llega. Erguido en medio de una multitud que ignora su zozobra. Las horas se suceden en tarde dorada que proyecta su sombra sobre el pavimento. Cegaron la boca de su pozo oscuro y con ese sello le impusieron un panorama tan negro como el carbón que antes llenaban los vagones de aquella enorme máquina de vapor a la que llamaban Zabalinchaurreta. Cada mañana vagones repletos partían para los altos hornos del País Vasco. Luego fue la térmica de La Robla. Luego promesas. Luego nada. Inútiles fueron las marchas verdes y negras. Todos se han ido marchando. Cuando llegó su hora. Desmantelaron su hogar de polvo. Y desgarraron su mundo desmoronado enterrando un pasado glorioso.

Enhiesto pierrot tiznado, soldadito de plomo que permanece expuesto en la hornacina. Orgulloso de un pasado que forjó su hogar y templó su carácter, mientras los burócratas, esos que cada poco elegimos en elecciones inconclusas, barrenaron su vida. Eso sí, sin descuidar los bolsillos de los patronos con irracionales subvenciones que engrosaron las cuentas corrientes de los de siempre.

El hombre minero, abandonado, sorprendido por el atardecer. Que sigue erecto en medio de esa calle leonesa, vestido de faena, piqueta en mano. Ignorante de la lánguida muerte inoculada a golpe de falsedades. Paso a su lado, y recuerdo a los que veía a diario en mi pueblo cuajado de montañas repletas de hulla y antracita.

Al lanzarle una moneda me sonríen sus ojos azules. Cada moneda torna su pose. Ora feliz con piqueta alzada, ora lánguido de brazos caídos.

Y en derredor , gentes pasean absortas en conversaciones de otoño. Suena la música. Un acordeón desgrana la melodía trágica que recuerda a una tal Santa Bárbara.
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