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Miguel, Elena y su par de banquetas

05/07/2015
 Actualizado a 15/09/2019
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El fin de semana pasado tuve que pronunciar unas palabras en una fiesta muy especial, rodeado de olivos y ganado en el horizonte.

Miguel, mi paisano desde que nos conocimos en la guardería de ‘Carlos María’, me había pedido días atrás que saliera a decir algo en su ceremonia matrimonial. Caminábamos por el Barrio Húmedo, pasaba ya la medianoche y los gatos empezaban a ser pardos. Por un rato dudé. Pensé que estaba de broma, así que le pregunté a Elena, la novia, quien me respondió: «claro, Jose, eres su mejor amigo».

En esa calle de León vi como la amistad y el amor se cruzaban de una forma casi imperceptible y de eso hablé ante un público expectante. Siempre he defendido, les dije, que las personas, los seres humanos, sostenemos nuestras vidas sobre tres patas como si de una banqueta se tratase. La primera pata o base de nuestra existencia se apoya en la familia, de la que venimos y no elegimos, pero que nos marca, para bien o para mal, de una forma definitiva. Miguel y Elena nos reunieron en aquella finca al norte de Cáceres para celebrar su reciente matrimonio que, desde tiempos antiguos, es la antesala de una nueva familia, la que estoy seguro que formarán en breve nuestros protagonistas. La segunda pata entronca con la primera y tiene que ver con el amor. Una da sentido a la otra y si una de las dos falla todo se derrumba. Presiento que el amor de esta pareja es fuerte, les hará falta para emprender el largo trayecto a través de la vida, así que «amaros», recalqué, «nos os rindáis», como el título de un poema de Mario Benedetti que terminaba de la siguiente manera: «No te rindas, por favor no cedas. Aunque el frío queme. Aunque el miedo muerda. Aunque el sol se ponga y se calle el viento...». Como no podía extenderme mucho más, concluí con la tercera y última pata, la misma que congregaba allí a tanta gente. Reflexioné en voz alta sobre esa amistad que surge en la infancia, en el colegio, en la calle, en la universidad, en el trabajo, en el barrio, en un hospital, en cualquier rincón, tengas cinco o sesenta y cinco años.

Decía mi padre que al final del camino te quedará uno o ningún amigo. Con la edad he tratado de rebelarme contra ese dogma paternal y aunque a veces he estado a punto de darle la razón, siempre aparecía Miguel para hacerme ver el valor de la amistad. Ahí estaban escuchando atentamente los diez ‘charretes’ con sus mujeres, mis viejos amigos dos décadas después.

Por eso, cuando Elena me respondió aquella noche, me di cuenta rápido que ambos ya se apoyaban sobre estas tres patas casi sin saberlo: amor, familia y amistad.
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