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Mi tío Ricardo

José Luis Gavilanes Laso
03/11/2015
 Actualizado a 18/09/2019
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Mi padrino y tío, Ricardo Gavilanes Cubero, fue, hasta que murió, hombre bueno, ocurrente, simpático y muy querido por mí. Sí, sí, no me atosiguen sus detractores, no lo oculto, y falangista. Antes de la Guerra Civil desempeñó en Salamanca el cargo de Presidente de la Federación de Estudiantes Católicos. Como no daba la talla para ir al frente, pues era menudito como una sospecha, durante la Guerra Civil fue algún tiempo Secretario Particular del Jefe Delegado Provincial. Con posterioridad a la contienda ocupó el cargo de Delegado Provincial de Auxilio Social en León. A muchos les extrañará esta combinación de buena persona y falangista, por las connotaciones que encierra esa palabra, pero, mal que les pese, la certifico por el conocimiento que tengo; y no fue el único. Lo mismo cabe decir de otras ‘camisas viejas’, como mi padre José Luis Gavilanes Cubero, Dionisio Ridruejo, Antonio Tovar..., que fueron, en su última fase vital, excepción a otros comportamientos entre oportunistas, paniaguados dentro de esa ideología política.

Como es sabido, siendo una minoría antes de la Guerra Civil, el número de falangistas ‘camisas nuevas’ creció tanto en tan pocos meses que pasó de un cuerpo minúsculo con una gran cabeza a un cuerpo monstruoso sin cabeza, repleto de atemperados que pasaron a ser rebaño de estómagos agradecidos a las órdenes de Franco. Como afirma el nada sospechoso de comunista escritor francés, George Bernanos, por monárquico, católico, padre de falangista y testigo imparcial de los hechos, en su esclarecedor libro ‘Los grandes cementerios bajo la luna’, la víspera del pronunciamiento militar de 1936 no había más de quinientos falangistas en la isla de Mallorca. Dos meses después eran quince mil, gracias a un reclutamiento desvergonzado, organizado por militares interesados en destruir el partido y su disciplina. Bajo la dirección de un aventurero italiano llamado Rossi, la Falange se había convertido en un órgano de policía auxiliar del Ejército a la que se le encomendaba sistemáticamente el trabajo sucio, en espera de que sus jefes fueran ejecutados o encarcelados por la dictadura y sus mejores elementos despojados de sus uniformes e incorporados a la tropa. No olvidemos que el sucesor del fundador José Antonio, Manuel Hedilla, fue condenado a muerte.

Por casualidad, navegando un día por Internet di con las actas de sesiones municipales del Ayuntamiento de Vegas del Condado, villa leonesa en la ribera del Porma. Por ellas me entero que, en 1943, se nombra al abogado Ricardo Gavilanes Cubero apoderado del Ayuntamiento para que lo represente en León ante los organismos provinciales. Pero ese cargo se vio truncado cinco años más tarde por la razón que así se expresa en el acta correspondiente a 1948: «Se otorga un poder a D. Octavio Puente Fernández, de León, para que represente a este ayuntamiento ante los organismos oficiales. Esta función venía desempeñándola D. Ricardo Gavilanes Cubero, yerno de D. Manuel Arias, pero se debió enemistar con el Gobernador Civil, D. Carlos Arias Navarro, y éste tomó represalias contra el suegro de Ricardo, D. Manuel Arias Sánchez, obligándole a pedir la renuncia del cargo y a Ricardo ser sustituido por D. Octavio».

A Carlos Arias Navarro (1908-1989), que, según el acta, no hacía buenas migas con mi tío Ricardo, se le conoce también como ‘el carnicerito de Málaga’, por su modo sanguinario de reprimir en esa provincia a los elementos republicanos, de la que era natural y en la que ejerció de fiscal nada más ser ocupada por los sublevados en 1937. Fue el responsable de la matanza de San Rafael, donde las asociaciones de víctimas trabajan sobre una fosa común con cerca de 4.000 fusilados. Cuando yo nací, en 1944, Arias Navarro ocupaba el cargo de gobernador civil de León. Con el tiempo llegó a ser nombrado director general de Seguridad, alcalde de Madrid, ministro de la Gobernación, presidente del Gobierno, primer ministro de la Monarquía, y ennoblecido a marqués cuando se retiró de la política. Arias Navarro fue quien, teniendo sobre sus espaldas tantas víctimas inocentes sin siquiera pestañear, puso un ‘puchero’ antológico ante el fallecimiento de una sola persona, cuando comunicó por TVE aquello que tanto nos hizo esperar a los demócratas: «Españoles, Franco ha muerto». Después obstaculizó todo lo que pudo al rey para retrasar lo más posible la llegada de la democracia. Yo sabía, por propia confesión, que mi tío no le tenía ninguna estima e incluso había tenido serias trifulcas con él, pero desconocía que la represalia de tan abyecto personaje hubiese dado lugar a lo que expresa el acta de Vegas del Condado.

De mi tío Ricardo habla Francisco Umbral, una de las grandes plumas de las letras españolas contemporáneas, en ‘Crónica de las tabernas leonesas’ (página 12 de León, revista de la Casa de León, nº 98, junio de 1962), en los siguientes términos: «Don Ricardo Gavilanes, abogado y periodista, buen amigo y compañero, hombre cordial para el viaje y la conversación cae de tarde en tarde por esta casa». Se trataba del bar El Bodegón. En parecidos términos se ha manifestado pública y privadamente el escritor Antonio Pereira, y compañeros de profesión periodística como Félix Pacho Reyero, Joaquín Nieves, Restituto Clérigo, Felipe Pastrana, Carmelo Hernández Moro (Lamparilla). Manuel Valdés (Pajarín), Pérez-Chencho... y, en general, todos cuantos le conocieron.

Mi tío, como apunta Umbral, ejercía de abogado y periodista en el diario Proa, además de profesor de política en la Facultad de Veterinaria, y divertía a todo el mundo por su fino sentido del humor. Tenía una frase favorita: «La vida es efímera y checoslovaca». Lo de efímera, pues...¡qué le vamos a hacer!, forma parte esencial de nuestra miserable condición humana; en cuanto a lo otro, se fue a la tumba sin que me lo llegara a explicar. Y ahora sería más difícil discernir, porque o es checa o es eslovaca.

Siendo estudiante de Derecho en Salamanca, mi tío presenció un hecho muy gracioso que un día me contó. Tuvo lugar en Semana Santa, en el teatro Liceo de la capital charra, durante la representación de los hechos de la pasión por una compañía cuyo nombre ahora no consigo recordar. El teatro estaba lleno a rebosar en palcos, plateas, butaca de patio y paraíso (o piso superior del teatro, de localidades más baratas, que luego mudaría por el nombre más prosaico de ‘general’, o el degradante de ‘gallinero’). En un momento de la representación, cuando Cristo crucificado se dirige a Dimas, el buen ladrón, con aquello de: «En verdad te digo que hoy estarás conmigo en el paraíso» (Lucas, 23-43), se oyó una voz del piso de arriba, esto es, del paraíso, en medio de un gran silencio:

– Pues aquí ya no cabe ni Dios.

Otra anécdota que contaba mi tío Ricardo con su natural gracejo es la siguiente: En un juicio que tuvo lugar en Ponferrada poco después de acabada la guerra civil, mi tío actuaba de abogado de oficio en la defensa de un individuo acusado de robo que resultó absuelto, para lo cual no tuvo más que apoyarse en el informe de la Guardia Civil, el cual, más o menos, decía: «Ante la persistencia del Matías en negar su comisión en el hecho delictivo, le fueron aplicados los procedimientos pertinentes de rigor propios del cuerpo en estos casos, tras de lo cual el subsodicho Matías se avino a confesar su culpabilidad». El juez no tuvo duda en dictar una sentencia absolutoria por estimar que del informe de la benemérita se desprendía que la confesión del acusado había sido forzada previsiblemente acompañada de algunos sopapos y, por lo tanto, ilícita.
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