20/06/2019
 Actualizado a 19/09/2019
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Nunca pensé que iba a compartir esta experiencia con nadie y para más inri dejarla por escrito.Aunque no lo crean soy muy vergonzoso y me cuesta compartir mis vivencias más íntimas y personales, pero hay momentos en la vida en que hay que rasgarse la camisa y tirar la casa por la ventana, aunque en este caso quizás sea más idóneo decir tirarse por la ventana de la casa. Al menos este fue uno de mis pensamientos tras mi primera vez.

La verdad es que nunca había dedicado mucho tiempo a pensar cómo sería y menos con quién perdería mi virginidad. Sí que había escuchado a amigos hablar del tema, pero siempre me pareció una situación lejana en el tiempo, aunque sabía que algún día llegaría. Y efectivamente ese día llegó. No fue premeditado sino el resultado de un cúmulo de casualidades que sin habérmelo imaginado me llevó a que tres chicas fueran las culpables de que tuviera que enfrentarme a mi primera vez. Sus nombres Sonia, Alba y Tamy. Como para olvidarlos. Entiendo que ya estarán pensando que estoy tardando mucho en dar detalles jugosos, así que no voy a hacerles esperar más.

Lo primero de todo tengo que reconocer que no estoy ni orgulloso ni avergonzado por lo que hice, pero también les digo que lo volvería a hacer. Y es que la primera vez que tuve que hacer cola para conseguir una entrada para un concierto al que quería acudir mi hija es algo especial y lógicamente irrepetible. A partir de ahora habrá más, pero para mí, las Sweet California serán únicas. Y lo más preocupante es que esa primera vez me condujo inexorablemente a más primeras veces, como la primera vez que en un concierto he comprado varios botellines de agua, la primera vez que tuve mis encontronazos con varias madres que se colocaron delante de mi hija y no la dejaban ver, la primera vez que me convertí en una grúa humana que de modo aleatorio iba cogiendo en brazos a mi hija y a sus amigas para que pudieran ver mejor a Sonia, Alba y Tamy y mi primera vez, es justo decirlo, que disfruté de un concierto no por lo que se podía ver y escuchar en el escenario sino por los ojos de emoción de esas enanas.

En cuarenta y un años nunca había hecho cola para comprar una entrada de un concierto, por lo que pequé de novato. Una hora antes de que comenzaran a distribuir las entradas allí llegó un servidor y casi susurrando pregunté «¿quién es el último?», para a continuación colocarme en mi puesto, que la verdad es que no era del todo malo porque sólo tenía por delante alrededor de treinta personas. En ese momento escudriñaba a los allí presentes para detectar si eran expertos en estas lides o igual de novatos que yo. Durante la espera te saluda gente conocida que pasa por allí y que dudas de si al darte la espalda esbozan una sonrisa sarcástica, que es la versión fina de llamarte a la cara pringado. Eso sí, el panorama cambia cuando ves que detrás de ti se van poniendo a la cola otros padres y madres que conoces del colegio o del trabajo y con los que al saludarles desde la lejanía coincides con ellos al sonreír y levantando los hombros gritas en silencio «¡qué le vamos a hacer!». Después de una hora y media ya tienes en tus manos el preciado trofeo de unas entradas, que si bien en ese momento les otorgas más valor que el que tiene el oro, a los pocos días recibes una bofetada de realidad cuando tu vecina te dice que al día siguiente fue a por las entradas para sus hijas y no había cola. Vamos, que al final no iban muy desencaminados los que pensaron que era un pringado.

Y llega el gran día. Durante toda la semana tu hija te ha estado martilleando con que hay que ir pronto para conseguir un buen sitio, así que ahí estás una hora antes del concierto para situarte a menos de diez metros del escenario. Una vez colonizado un trozo de terreno propicio para disfrutar de Sonia, Alba y Tamy inconscientemente se te enciende el piloto automático de padre ejemplar y te diriges a la barra para pedir varios botellines de agua para que tu hija y sus amigas puedan aplacar su sed. Y en ese momento eres consciente de que es la primera vez que vas a un concierto y pides agua. Y mientras vuelves con ese preciado líquido hasta donde está la pandilla de tu hija piensas «lo que éramos y en lo que nos hemos convertido».

Comienza el concierto y llegan los primeros problemas. El origen, varias madres que de manera un poco descarada van ganando espacio disimuladamente y con la excusa de que tienen que vigilar a sus hijas que están en las primeras filas se colocan delante de tu hija y sus amigas. Y es en ese momento cuando das tres o cuatro toques amables en la espalda de las ‘despistadas’ para recordarles que tú llegaste una hora antes para coger precisamente un buen sitio y que no es justo que ahora viniendo desde atrás se conviertan en un muro que separa a mi hija de las Sweet California. Y entonces al ver que de manera diplomática no se consigue el objetivo deseado es cuando llega la primera vez en la que tienes que afilar el colmillo y sacar las garras para defender los metros cuadrados de un concierto que has colonizado una hora antes para goce y disfrute de tu hija y sus coleguitas. A esto hay que sumar que por primera vez la espalda empieza a resquebrajarse, no por los saltos que podrías haber dado como en otros conciertos a los que fuiste por propia voluntad, sino por tener que coger en brazos o en la espalda a tu hija y sus amigas para que crecieran de repente un metro y así mejorara considerablemente su campo de visión. Y por último, también fue la primera vez que un concierto se me hizo largo y en el que esperaba que no hubiera bises, aunque desgraciadamente y como era de esperar sí los hubo.

Y mientras volvía a casa en coche con tres futuras preadolescentes en el asiento de atrás no podía dejar de pensar en las muchas primeras veces que aún me quedan por vivir debido a esa primera vez en la que hace ocho años me quedé embarazado.
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