Mi primer catarro

Escuché el otro día en la televisión a un neurólogo que explicaba que todo lo que se guarda en el cerebelo jamás se olvida. Es ahí donde se aloja el equilibro tras decenas de porrazos al aprender a montar en bicicleta o por qué sigo sabiendo colocar los dedos en los trastes de la guitarra a pesar de que pueda pasar meses decorando una esquina de mi despacho. Lo que ando aprendiendo hoy es que ahí seguro que no se guardan catarros. Había olvidado esa presión justo encima de los ojos, esas piernas que pesan quintales o la sensación áspera e incandescente de una garganta irritada.

Les escribo desde mi primer resfriado y resulta una experiencia interesante porque una vez que uno alcanza los cuarenta cada vez hay menos cosas que hacer por primera vez. Este es el primer catarro desde antes de la pandemia sufrido por uno de esos bichos raros que aun no ha pasado el covid. Tras dos años sin pañuelos de tela en el bolsillo resulta un descubrimiento infantil y un experimento adolescente verse la nariz roja anticipándose a Rudolf. Los labios secos y la manta en el sofá con despilfarro de calefacción en plena crisis energética. También las pesadillas laberínticas de sudores fríos y ese escalofrío molesto y sugerente como una tanda de cosquillas. El sabor naranja irreconocible en el medicamento granulado que se disuelve tras mil vueltas en el vaso de agua.

Con los catarros olvidados no sé qué indica que la cosa va terminando. Sé que no durará siempre porque entonces lo recordaría. Cuándo perderé las ojeras profundas y la mirada tierna de mascota. En el resfriado no todo es desagradable. He descubierto, supongo que redescubierto, que los que por suerte no acostumbramos a estar enfermos, despertamos estos días una mágica compasión muy aprovechable. No está del todo mal esto de volver al catarro anual. Abajo las mascarrillas. Pruébenlo. Te acercan el móvil y traen infusiones que degustas ansioso y a sorbos en en sofá como si fueran un Manhattan.