12/04/2015
 Actualizado a 15/09/2019
Guardar
Por los amigos auténticos hace uno lo que sea necesario. Y ahora que pasó la Semana Santa –con buena parte de pena y algo de gloria, como es habitual–, viene a la memoria una historieta que me afectó hace algunos años (hace muchos años), cuando mi amigo y compañero de equipo, Romero, se había lesionado gravemente de la rodilla y no encontraba la manera de recuperarse. Otro amigo de fatigas de ambos y excelente centrocampista, Zambrano, asiduo visitante de la iglesia del Cristo de Medinaceli en Madrid –muy cerca de la plaza de Neptuno–, con la seriedad que solía imprimir a sus asuntos religiosos, y tratando de solventar la dolencia de los ligamentos del compañero, nos propuso acudir al templo pactando el recorrido que ellos dos habrían de hacer de rodillas, desde la entrada hasta el altar.

Yo observaba incrédulo desde la puerta de la iglesia la dificultad con que ambos se iban aproximando hasta la meta. La lesión de Romero no permitía otros excesos que los de realizarlos en cuclillas. Y ni eso, porque de pronto se ponía en pie, dolorido, y caminaba tratando de recortar la distancia, desconocedor del ojo del Gran Hermano religioso, o volvía a arrodillarse con la intención de seguir, como Dios manda, el rastro impasible de su compañero.

Llegado que hubo al altar, el bueno de Romero se persignó siguiendo el consejo de su amigo (ya no recuerdo, o no quiero recordar, si entonces me persigné yo también desde la penumbra para ayudar en lo que fuera posible). Pasaron los días, y los ligamentos de la rodilla de Romero continuaban maltrechos, pero no cejó Zambrano en su empeño de solucionar sus dolencias con los efímeros ungüentos religiosos del Jesús de Medinaceli. Aquel viernes de Semana Santa nos reunimos los tres a la salida de la iglesia como portadores del Paso que iba a subir hasta la plaza de las Cortes. No vayan a creer ustedes que todos los papones son iguales. Los de León pujan con orgullo y generosidad el Paso de su cofradía, pero aquel gigantesco Cristo colocado sobre ruedas, bajo cuya capa y amparo nos colocamos los tres inocentes, escondía otras cuatro tandas de pujadores, a quienes se había ofertado un sueldo menos ficticio y espiritual que el nuestro. De manera que los empujones que requería el de Medinaceli para superar la cuesta de Las Cortes necesitaban más de la fortaleza de los doce acompañantes, que de la simple de los tres inexpertos advenedizos, uno de los cuales, además, arrastraba la rémora de su maltrecha rodilla.

Y fue él, precisamente, quien se apercibió de que los doce acompañantes, advertidos de la férrea voluntad con que los tres futbolistas pujaban sin descanso en la cuesta que sube hasta Las Cortes, remoloneaban sonrientes sin cooperar en el asunto. En el primer descanso nos puso Romero sobre aviso. «Cagüendios; aquí los únicos que pujamos somos nosotros tres, de manera que si esto sigue así, yo me las piro». «Romero, aguanta, por favor; hazlo por el Cristo de Medinaceli», suplicaba el Zambrano creyente. «¿Por el Cristo? Pero si ahora me duele la rodilla más que antes…», razonaba el delantero centro. «Ten fe, y ya verás cómo todo sale bien» concretaba su ite misa est el gladiador centrocampista.

La fe de Romero moría justo en la espalda enhiesta del presunto portador que nos precedía, y la mía se debatía entre la duda que me brindaba la suya, decadente, y la obcecada y admirable de Zambrano, quien pujaba el cacharro contra viento y marea, todo fuese por solucionar el problema físico de nuestro amigo. El Cristo de Medinaceli, mientras tanto, se deslizaba sublime por el puro centro madrileño, con su cabellera de pelo auténtico regalado por los fieles. A su paso, como era costumbre, pedían sus creyentes tres deseos, uno tan sólo de los cuales iba a recibir recompensa. Remador de las galeras de prisionero romano, opté por pedir, en aquellos críticos instantes, que terminase de una vez el fatídico recorrido. No recuerdo ahora cuál fue mi segundo deseo; sí que dejé para el tercero (para eso estaba allí) el de que, por favor, Señor Jesús de Medinaceli, que mi amigo Romero se recupera cuanto antes de su lesión de rodilla.

No podría decir si me lo concedió o no: Romero siguió jugando al fútbol los tres últimos años de su profesión, en ninguno de ellos como titular de los equipos en los que permaneció. A favor del Cristo de Medinaceli habría que constatar que mi amigo Romero siguió metiendo goles pese a su rodilla maltrecha.
Lo más leído