Mi abuela

Con ingenio y destreza narrativa, la autora nos ofrece este relato lleno de humor, logrando que reflexionemos acerca del sentido de la vida y la muerte

Azucena Nieto
28/07/2019
 Actualizado a 18/09/2019
Anciana leonesa en una imagen de archivo. | ICAL
Anciana leonesa en una imagen de archivo. | ICAL
Mi abuela era tan pequeñina que cabía prácticamente en la palma de una mano. Era como un microrrelato, pero con mucha intensidad en su desarrollo. Como buena berciana, se sentía más gallega que leonesa y, como buena gallega, nunca lograba saber si iba o si venía.

Mi abuela era la más lista de la familia; lástima que en su época estudiar fuera un lujo y que ahora curiosamente sea un aburrimiento.

No entendía de medicina ni nunca le hizo falta porque, con sus cinco reglas de oro, no había mal de salud que no lo resolviera.

Si te dolía la cabeza, eso era debilidad, y se curaba comiendo un buen cocido.

Si tenías vértigos o mareos, el problema era la tensión.

Los dolores de garganta provenían siempre de haber tomado algo frío, que se solucionaba con miel y limón, o bien tomando algo caliente.

Y los dolores de estómagotenían su origen en los empachos, así que el ayuno era una buena solución. O, si sufrías del mal del mes, ella salía a buscar unas hierbas que funcionaban mejor que una aspirina.

Mi abuela siempre contaba que mi abuelo había tenido mucha suerte al casarse con ella porque, además de ser resultona y espabilada, venía de buena familia.

Cuando yo nací, mis padres vivían muy lejos del Bierzo, pero ella no dudó en viajar sola hasta allí y atravesar toda la península para conocerme y ayudar a mi madre.

Tomó tres trenes y se perdió en la estación de Chamartín, pero finalmente, llorando y con la ayuda de bondadosos desconocidos, consiguió llegar a Málaga y encontrarse con su nieta.

En la estación de Madrid le prestó su ayuda un señor negro, que en un primer momento le produjocierta desconfianza por su color de piel pero que durante el resto de su vida recordaría con mucho cariño.

De forma que, cada vez que en televisión aparecía un actor negro, se emocionaba.

Tenía mucho cariño mi abuela a Kunta Kinte por esa razón.

Cuando mi abuela me vio por primera vez con sus ojos de meiga dijo: "Esta niña es demasiado lista para la vida, hay que protegerla o no pasará del año".

Cuando cumplí los seis meses de edad me puse enferma. El médico me diagnosticó una anomalía cardíaca. Mi abuela colocó un amuleto en mi cuna contra el mal de ojo y rezó sin descansodurante siete días con sus siete noches.

Siempre me he preguntado quién o qué ente escuchó sus plegarias.

Cumplí un año y después otro y otro.

Mientras yo crecía, sin embargo ella se hacía más pequeñita, como si el tiempo fuera en sentidos contrarios para ambas.

Entonces me contaba los cuentos clásicos para dormirme, pero adaptados al costumbrismo rural, de manera que Cenicienta iba al baile en un carro tirado por bueyes y los príncipes azules no vivían en palacios sino entre árboles de cerezas y viñas.

Cuando fui una adolescente muy rebelde me cosía los vaqueros rotos porque no entendía esas modas tan extrañas de destrozar pantalones y me escondía las camisetas cortas porque el ombligo era muy feo y no había que enseñarlo.

A mi madre, cuando era jovencilla, le bajaba las faldas para que no enseñara muslo.

Y en las noches de verano en el Bierzo me esperaba dormida con su cabeza apoyada sobre la mesa de la cocina. Y se empeñaba en que le contara si me habían cortejado los mozos y si había disfrutado de la ‘fiestiña’.

Yo, lógicamente, le contaba la versión censurada.

Nunca entendió que los chicos ya no sacaran a bailar a las chicas, que eso de bailar ‘suelto’ no tenía ningún sentido para ella, que así no había forma de que te eligieran entre varias y que fueras especial.

Y siempre se empeñó en recordarme que tenía que hacerme respetar.

No sé si le hice mucho caso, la verdad, pero hoy, con el paso del tiempo, creo que el respeto del que me hablaba iba más allá de unos besos robados en un portal, que todo se limitaba a tener respeto por uno mismo.

Mi abuela tenía los ojos verdes, mi madre tiene los ojos verdes y yo he heredado los ojos verdes de ambas. "Ojos de meiga", decía mi abuela.

Mi problema es que mis ojos de ‘meiga’ heredaron la miopía galopante de mi padre y dejé de ver lo invisible y lo incognoscible desde bien jovencita.

Me perdí esa parte de ‘meiga’.

Mi abuela nunca barría por la noche ni abría paraguas dentro de casa y evitaba derramar la sal. Si alguien rompía un espejo, se le nublaban sus ojos verde hoja y jamás pasaba por debajo de una escalera.

Y un buen día mi abuela pequeñita, con su mala salud de hierro, perdió a mi abuelo, el que había tenido la fortuna de sacarla a bailar un día de romería.

Mi abuelo murió porque su corazón era tan grande que no le cabía en la caja torácica y eso mi abuela no pudo sanarlo con miel y limón ni ninguna hierba conocida. Ya partir de ese momento empezó a olvidarse de las cosas y dejar de ser. Ya sólo estaba.

Así que se fue consumiendo poco a pocoen sugran camade roble macizo, hasta que un buen día se cansó de vivir y dejó de ser en presente para convertirse en un pasado pluscuamperfecto.

Desde que ella falleció, ya nunca barro la cocina por la noche y evito los espejos y los gatos negros.

Relato del Taller de composición que imparte Manuel Cuenya en la Universidad de León
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