30/06/2019
 Actualizado a 17/09/2019
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Las palabras gloriosas se hacen vulgares cuando bajan a la tierra. Muchas de ellas resuenan merced a su carga significativa e histórica como auténticos altares ideológicos, pero, en realidad, no son nada, puro envoltorio, o acaso han devenido en cómodo comodín sin más. Es lo que sucede con el «mercado», ese tótem capitalista que todo lo justifica y todo lo castiga cuando se vive por encima de ciertas posibilidades. Además, por si fuera insuficiente, se adjetiva como libre y se mece al vaivén incontestable de la oferta y de la demanda. Un bluf. Se mire adonde se mire, no hay tal.

Uno va a la farmacia y no encuentra el medicamento prescrito. Ni ése ni otros ochenta y nueve más si atendemos al listado que recogía el desabastecimiento de productos en la primera semana de este mes de junio. Cierto que en la mayor parte de los casos existen otros preparados alternativos, pero ya sabemos lo adictos que nos hacemos a las marcas los enfermos. Así que, ante el crecimiento de la demanda, por ausencia premeditada de la oferta, pronto reaparecerán esos mismos artículos con el precio debidamente incrementado y santas pascuas.

O uno se asoma a la página de venta de billetes de tren, o va directamente a la ventanilla, y descubre que determinados servicios para determinadas líneas están capados y te obligan a apuntarte a otros que luego se publicitan con un notable éxito de usuarios. Puesto que los primeros salen a la venta con sólo veinticuatro horas de antelación, poco importa que la alternativa sea más cara si no se quieren correr riesgos y santas pascuas también.

Mientras tanto, los nuevos predicadores liberales continúan con su discurso acerca de la libre competencia y los beneficios que de ello obtienen los consumidores y las empresas. Dirán que las citadas son simples muestras de abusos puntuales, cada cual sabrá, y que órganos hay para su control perfectamente domesticados, incluso oficinas de atención o libros de reclamaciones. Así en lo público como en lo privado y tan contentos.
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