Meditaciones de la hora presente

César Pastor Diez
21/11/2020
 Actualizado a 21/11/2020
Leo con dolor que la ciudad de León y sus comarcas, sobre el azote que ya soportaban con el drama del carbón (tan diáfanamente descrito por Noemí Sabugal) y del éxodo rural, se les añade ahora el mazazo del rebrote vírico. Ya hace tiempo que dejó de sonar el martilleo de los zapapicos en las bocas mineras, siendo sustituido por un silencio trágico y de mal agüero para cientos de familias que directa o indirectamente daban vida a media provincia leonesa o quizá a todo el Reino de León ¿Y quién tuvo la culpa? No los obreros que extraían el producto a costa de su esfuerzo creciente y de su salud menguante, sino de los responsables de esta situación, de los cerebros piramidales que podían haber previsto a tiempo la tragedia preparando otras industrias para dar trabajo a los cientos o miles de mineros que iban quedando en paro con el cierre de las minas.

Ahora cae sobre las cabezas de todos los españoles el no menos negro infortunio del coronavirus. Durante el largo periodo de obligado o voluntario confinamiento tuvimos ocasión de meditar sobre muchas cosas, tal vez la principal fue el constatar que los ciudadanos de este país le damos sopas con honda a nuestra clase política en temas como patriotismo y solidaridad. Mientras entre el pueblo sencillo las personas de todo criterio ideológico y de todo estrato social soslayaban la política y colaboraban ayudándose unos a otros, resulta que en los antros directivos de la nación, en el salón de los Pasos Perdidos y en los regios escaños del Congreso, sus señorías se lanzaban unos a otros las más groseras diatribas y filípicas, tildándose recíprocamente de inútiles. Y es posible que ambas partes tuvieran razón, porque ni siquiera ante un riesgo tan atroz como el coronavirus fueron capaces de formar un equipo unido y mancomunado para hacer frente a la tragedia. Tal vez tenían grabada en su alma la sentencia de Larra: «Devorar o ser devorado, vencer o ser vencido es ley implacable de la Naturaleza».

Jamás una epidemia se había mostrado tan voraz y mortífera con los ancianos y con la clase médica. En el ancho mundo los ancianos mueren a miles y los médicos y enfermeras a docenas. Y nadie parece oír las trompetas del Apocalipsis tocando a rebato en todos los ámbitos de la Tierra.

Recuerdo que tiempo atrás, mi ilustre paisano Julio Llamazares, refiriéndose a la pandemia del coronavirus, escribía en El País con cáustica ironía: «Todos lo habríamos hecho mucho mejor que el Gobierno, puesto que todos somos expertos en epidemiología y en gestión de crisis».

Según el relato bíblico, durante el diluvio universal, dictado por Dios para castigar la perversión humana, nuestro padre Noé soltaba una paloma desde el arca; si el ave regresaba es que lo encontraba todo inundado, pero una de las veces la paloma volvió a las manos de Noé trayendo en el pico una ramita de olivo, lo cual significaba que había encontrado tierra firme. Eso dio por terminado el diluvio tras cuarenta días de inundación.

Pero el ser humano, único animal que tropieza dos veces en la misma piedra, siguió prevaricando hasta que en otro momento histórico el Señor se vio obligado a sentenciar: «Traedme diez justos y salvaré a Gomorra». Pero sólo había uno justo, que era Lot, y Yahve arrasó Sodoma y Gomorra.

Nuestra pandemia actual ¿no será también un castigo divino por haber destruido la obra del Creador o de la Naturaleza, aunque esto perezca un simple panteísmo semántico? Durante aquel tiempo de encierro domiciliario un silencio lleno de majestad se extendía por calles y plazas, aunque ahora, según parece, nos acercamos de nuevo a aquella faceta del paisaje que parecía llevar el sello de la histeria y tendremos que volver a confinarnos en casa.

De nuevo se nos impone una libertad restringida y no sabemos cuándo acabará. Ni siquiera disponemos de palomas mensajeras para enviarlas a investigar lo que ocurre más allá de nuestro horizonte cercano. Y los que ya tenemos cierta edad no lo sentimos por nosotros mismos, que ya hemos consumido nuestra ración de vida, sino que nos duele el pensar en la tierra esquilmada que vamos a dejar en herencia a nuestros hijos, nietos y biznietos, que llegan a la vida cargados de ilusiones, pues todo parece augurar que una sociedad como la anterior a la pandemia no se verá jamás. Nos quejábamos de muchas cosas, a veces sin razón, y ahora nos parecería una bendición el volver al estado anterior a la epidemia. Esto me hace recordar unos versos del dolorido poeta de Dolores:

…En cambio vivimos días
de angustias tan extremadas
que las tristeza pasadas
nos parecen alegrías;

o los del malogrado Bécquer:

¡Ay!, a veces me acuerdo suspirando
del antiguo sufrir…
Amargo es el dolor, pero siquiera
¡padecer es vivir!

Volviendo al principio, aquel tiempo de encierro doméstico nos resultó propicio para meditar. Y entonces meditamos también sobre la moral y sobre la dialéctica. Y lo cierto es que la dialéctica, manejada por los antiguos sofistas, dejó de ser el arte de hablar para convertirse en el arte de mentir. Conocemos a muchos oradores honrados y veraces, incluso dentro de la política, aunque también existen parlanchines de feria o ‘bocamolls’, como se dice en catalán. Por todo lo cual resulta que muchas veces escuchando a ciertos oradores aforados se nos hace difícil dilucidar si nos dicen la verdad o si nos levantan la camisa.

Y ante el riesgo que entraña esta situación de zozobra y de duda vital, me permito dejar aquí una referencia a Pitágoras, filósofo y matemático de la antigüedad a quien siempre admiré, sobre todo por sus teorías de la música y de la transmigración.

Afirma Pitágoras que el proceso cósmico no es una marcha rectilínea, sino que se desarrolla en grandes ciclos. Estrellas y sistemas cósmicos vuelven siempre al mismo sitio, y el gran reloj del universo vuelve a recorrer el mismo camino de eternidad en eternidad. Añade Pitágoras que durante su trayectoria los sistemas cósmicos emiten una música suave, que es la que se ha llamado música celestial. Ese eterno retorno se extiende tanto a las galaxias como a las personas. Y confiando en ello firmemente pudo decir Pitágoras a sus amigos: «Yo volveré a encontrarme ante vosotros con mi cayado».

Pues bien, queridas amigas, amigos y paisanos leoneses, si Pitágoras estaba en lo cierto, quisiera deciros que en algún punto del infinito y de la eternidad yo también volveré a encontrarme con todos vosotros.
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