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Me sale del zancajo

18/01/2019
 Actualizado a 18/09/2019
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Al mal tiempo, buena cara». Partiendo de este dicho, andamos por León con la risa de oreja a oreja con estas heladas, nieblas y temperaturas laponas que invitan al brasero más que a la sonrisa, la verdad. Porque me sale a mí la risa del zancajo cuando a las ocho de la mañana tengo que remangarme en la calle corriendo el riesgo de perder una extremidad superior por tener que rascar el hielo de la luna del coche antes de ponerme en ruta. Pero ojo al zancajo, esa punta trasera del pie en la que nace el talón, esa que consume sin saciarse los calcetines dejando al aire para incomodidad del caminante la debilidad de Aquiles, una parte del cuerpo a la que popularmente en mi entorno y de manera coloquial atribuimos con facilidad el ser también el lugar del que sale la risa cuando menos ganas tiene uno de reírse.

Con que me sale a mí la risa del zancajo cuando el día que tenías pensado matar el gocho va la niebla y se queda en el pueblo durante nueve días seguidos. No os cuento de dónde me sale la risa cuando vas con prisa y en la carretera te topas con el rebaño de ovejas a las que precede el pastor que te levanta la cabeza y la cacha con la parsimonia de los que viven sin reloj. A mí en verano me sale también la risa del zancajo cuando me despierta una mosca de la siesta, o el melonero, que viene a ser lo mismo. Pero no solo me sale la risa del zancajo a mí, que alguno se pasa el día con esta expresión en la boca porque mientras unos se ríen, otros padecemos los chistes. Sin ir más lejos, mientras Óscar Puente, alcalde de Valladolid, abría la boca para hacer la gracia a los suyos pidiendo más y más, en León teníamos el zancajo llorando de la risa después de padecer durante años un centralismo desmesurado. Porque miren, la risa nos sale del zancajo cuando nos tocan el talón de Aquiles, esa debilidad tan nuestra que nos ha hecho durante décadas vivir lamentándonos bajo un yugo impuesto al que dicho sea de paso, culpamos de todos los males sin mirar para cada uno. Se lo digo de otra manera. El otro día, en las fiestas del pueblo, la orquesta tocó la última y encendieron las luces del salón. Se acabó el baile. Ya se pueden imaginar de dónde me salió la risa siendo yo una de esas que se pasan el año esperando a que lleguen los festivos locales. Pues resulta que no había echado más que dos rumbas y un pasodoble, que se esfumó el pase de rock sin yo enterarme y todo por andar saludando forasteros. La risa me salía del zancajo, pero la culpa no fue de los que me enredaron, que fue mía por andar ocupándome de ellos y no de estar en primera línea de fuego verbenero. Después siguió la discomóvil y algo de disgusto se me pasó, pero lo de Óscar Puente, eso, en León, ya no se nos pasa.
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