22/12/2022
 Actualizado a 22/12/2022
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Hay pueblos a los que les mola tener la vena macabra. ¿Ejemplo claro? Nosotros y nuestros ‘hijos’ de allende de los mares. Los españoles somos así..., quién quiera, que nos compre y el que no, que le den por... Tan es así lo de la vena macabra que en León tenemos pueblos que se llaman ‘Matanza de los Oteros’, ‘Calaveras de Arriba’ y ‘Calaveras de Abajo’. ¿Hay quién dé más? Los canarios, por ejemplo, también tienen otro ‘La Matanza de Acentejo’, (pueblo muy hermoso, para más señas), y en Cuba también existe una provincia que se llama ‘Matanzas’, con su capital homónima, con obispado y sede de partido judicial. ¿Se pusieron estos nombres para honrar a los muertos?, ¿para divertirse, o porque al final son desinencia de algún accidente geográfico o similar? ¡Vaya uno a saber! Lo importante es que se llaman así y, supongo, la gente quiere que se llamen así, porque oportunidades para cambiar el nombrecito habrán tenido mil. A uno, la verdad, es que le gustan un montón, porque no hay nada peor que renegar de las raíces.

Espero, por lo del prurito de originalidad, que los franceses, nuestros vecinos, no pongan ‘Matanza’ a ninguno de sus pueblos, para recordar la masacre que sufrieron en Catar, a manos de una selección argentina en la que, por primera vez en los mundiales que han ganado, los apellidos españoles eran mayoría frente a los italianos. Me prestó que ganase un equipo en los que los Martínez, los Álvarez, los Rodríguez o los Molina salían más veces de la boca de la desgracia con patas y camiseta blanca que nos narró el partido que los Messi, Di María o Tagliafico... ¡Pobres gabachos!, perder contra una selección de gente baja, morocha y con muy mala leche... Y, oiga, todos menos dos o tres más oscuros que los descendientes de Kunta Kinte, el esclavo. Dejemos, pues, a los franceses que no es elegante hacer leña del árbol caído.

El caso es que este artículo no va de batallas ni de los que murieron en ellas. Quiero escribir de una matanza muy especial, algo atávico en esta tierra: la matanza del gocho. Era un día de fiesta, en la que se juntaban los amigos y los familiares para hacerla. Sobre todo era fiesta para los pequeños, los niños, que no se asustaban ni se traumatizaban por ver como un gocho que había vivido en la cuadra anexa a la vivienda, comiendo lo que quería y más para con ello, moría desangrado. La sangre del bicho era lo primero que se aprovechaba, para hacer morcilla, ¡oh gran señora, digna de veneración!

Una mujer ponía una cazuela debajo de dónde se había hecho el corte y no paraba de revolver la sangre para que no se solidificase. A partir de ese momento, entraban en juego todas las manos para quemar al cerdo con paja de avena o de cebada, lavarlo a conciencia para eliminar toda la suciedad que tenía su piel, (se llama gocho por algo), y luego se le quitaba el manto y la piña, para ponerlo en la cocina de horno. Si el tiempo estaba de friura, se dejaba al cerdo colgado un día, como mínimo, para que la carne se pusiera todo lo tersa posible. Si, por desgracia, el año venía atravesado y lo que mandaba era la gafura, era menester rezar al Cristo de la cruz para que la carne no se estropease. Nada hay más dañino que la humedad y la templanza para la matanza. Esa misma mañana, las mujeres iban a la presa para lavar las tripas; era, sin duda, el trabajo más ingrato de todos, porque el agua venía como el hielo y las manos, al finalizar la tarea, no se sentían. Hoy se va a la capital y se compran las tripas en la tripicallería de la calle Azabachería, casi enfrente del Besugo, con lo que la cosa se convierte en mucho menos desabrida.

Al día siguiente, se procedía a estarzar al animal, salando y colgando los lomos, los solomillos, la careta y los jamones. Bueno, está mal emplear el plural en lo de los solomillos, porque uno, por lo menos, se hacía inmediatamente a la plancha, en la chapa de la bilbaina y sabía a gloria. Los brazuelos y toda la carne que se pudiera sacar de los costillares y del espinazo se dejaban para hacer chorizos, con el manto y la grasa que se había arrebañado del animal. A medio trabajo, se sacaban roscas y orujo para que los trabajadores, alguno ajeno a la casa, pudieran reparar fuerzas, porque lo siguiente era picar la carne, a mano, claro, en una máquina antigua e irreemplazable. Como me tocó más de una vez y de dos darle a la manivela, os puedo asegurar que acababa con agujetas en el brazo y que necesita más de una rosca y de un chupito de orujo para poder continuar con la tarea.

Concluida la picada, se adobaba todo con una fórmula que era un secreto de cada casa, pero que, como ingredientes absolutamente imprescindibles, llevaba sal, pimentón del bueno, orégano, ajo y, en el caso de mi familia, una botella de vino blanco. ¿Resultado?, pues lo que comían los angelitos en el cielo los días de fiesta. Continuará la próxima semana. Felices fiestas y todas esas cosas que se dicen y que uno las asevera de todo corazón. Salud y anarquía.
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