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Mascarillas, capillos y antifaces

28/03/2020
 Actualizado a 28/03/2020
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Dice mi madre que de pequeño era muy obediente, no como el canalla de Dimas, que tiene un punto rebelde, aunque su mamá (la que firma los domingos los temas serios a página entera), dice que es un niño «buenisisísimo».

Mi madre insiste en que yo era el típico niño al que le decían «quédate ahí un momento», y yo me quedaba dos horas. Luego, con el paso de los años, dejé de ser un parias, entendí rápidamente el juego, y como aquel que decía que prefería cenar dos veces a dar explicaciones, decidí aceptar de buena gana todas las órdenes sin rechistar y sin dejar margen ninguno para la discusión o debate, eso sí, como buen adolescente, hacía lo que me apetecía. De ahí seguramente me venga esa máxima de evitar a toda costa entrar en debates estériles, y por supuesto, de hacer lo que me de la gana.

Resumiendo, podríamos decir que efectivamente era obediente, pero que a lo zorro, adaptaba las indicaciones.
Después de ver a todos los chinos del mundo con mascarilla por la calle, hasta el punto de que sin ella no se les permitía salir, en España las autoridades sanitarias y políticas nos lanzaron otro mensaje bien distinto. Las mascarillas son solo para los que ya tienen síntomas y sirven para que estas personas no propaguen el bicho malo.

Así, día tras día, nos han bombardeado exigiendo que no las comprásemos. Y uno que es obediente, no compró ninguna. Por no comprar, no pillé ni guantes de esos de vinilo color nazareno, tan cotizados estos días y que llevaba alguna ministra en la manifestación, porque se olía la que se venía.

Y me imagino que como yo, otros muchos (¿verdad, Patricia?), que no corrieron como cabrones a las farmacias a trincar cientos de mascarillas, geles y alcoholes, sacando lo peor del ser humano.

Porque mascarillas no habrá en los hospitales y en los centros de salud, pero en la calle todo el mundo las lleva. Estos días, cuando voy a la emisora en marcha ordinaria y por el camino más corto, me suelo cruzar con unas cuarenta personas humanas, y todas ellas con su mascarilla FFP2. Hasta el hombre del Este que suele estar perenne a un metro de las puertas del Mercadona, lleva mascarilla.

Por tanto, no quiero ni contarles la cara de gilipollas que se me va a quedar cuando dentro de unos días las autoridades nos digan que el que la tenga, que se la ponga, que su uso es muy recomendable.

Así que no me queda otra que hablar con mi madre para que me cierre el capillo o ponerme la máscara de spiderman del disfraz de carnaval de Dimas. Se aceptan sugerencias.
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