01/05/2022
 Actualizado a 01/05/2022
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Si aún se estilase dedicar canciones, hoy dedicaría ‘Vientos del alma’, de Mercedes Sousa, a todas las Pachamamas. Precioso nombre de diosa que, en quechua, une Tierra con Madre. Hoy sonaría ‘Vientos del alma’ sobre todos los montes, para esas madres que fecundan campos y cuerpos, custodian lunas, mullen pesebres y lana, lo mismo abrazan niños que leña y alternan rogativas de lluvia con nanas, mientras tejen una mantilla. Yo conocí una Pachamama sin saberlo porque los ojos, cuando son niños, lo ven todo muy grande, menos lo inmenso, hasta que la perspectiva del tiempo te permite ver a lo lejos aquel hilo férreo que cosía nuestra vida a la tierra. Una madre, que, sin nada, lo dio todo.

Virginia tenía una cuadra con vacas, un taburete, un caldero de hierro y dos lecheras oxidadas, a la orilla del rio. También tuvo una casa repleta de hijos, un cazo viejo y un puñado de azúcar negro para hacer caramelo en las brasas. Y detrás, tres cepos en un huerto con nidos, que daba al reguero. Consten en inventario sus recipientes de hierro, madera, belortas y barro. Era una mujer de balde en la cadera y botijo en la mano, de botes para goteras, baúl en el cuarto y latas de agua para beber las gallinas. En los recuerdos de mimbre, un cesto viejo para las patatas, uno nuevo para la fruta, el azafate para llevar huevos a la Santa, la cestita de recoger avellanas y un canasto donde dormía la lana. Bajo la escalera, un cántaro de barro lleno de adobo compartía oscuridad con las botellas de vino de Gordoncillo. Y rematando los enseres, dos ratoneras en la bodega, una alacena con platos, un cuenco para la nata, tres tarros de miel y el costurero de hojalata. Virginia tuvo de todo, menos un bolso, ni manos libres para llevarlo. Lo único realmente suyo era el dolor de sus manos.

También tuvo una hornera con varales vacíos que el peso de la matanza acababa encorvando. Y allí, en la hornera, está perpetuada en un texto, inclinada sobre la enorme artesa, amasando una mezcla hecha de harina, amor y cansancio, mimetizada con la masa blanda y cariñosa, tan dolorida como ella, pidiéndose mutuamente una tregua. Allí la recuerdo siempre, brotando pan de sus manos como por arte de magia, porque aún no sabía lo que es la masa madre. Ahora, sabiéndolo, me doy cuenta de que Virginia era la masa madre del mundo y de sus manos doloridas, brotaba la vida. Y como la masa madre, se retroalimentaba cada noche, reponía la energía consumida, añadiendo harina de fuerza y agua –quizá fuesen lágrimas– que fermentaba una luna cómplice para que el día la encontrase completa. Cuántas batallas no libraría sin que nadie advirtiera las balas. Cuántas lágrimas disimularía fingiendo quitar las legañas. Cuántos brazados de leña y rocío en los pies secaría en la lumbre, caldeando la vida antes de despertar a los hijos.

Ahora comprendo que aquella mujer de palabra escasa, suspiros hondos y silencios tan largos, sólo alternaba trabajo y cansancio. Cómo no vimos que su armario de luna apenas tenía unas batas de diario, un vestido para ir a misa, un peine compartido, el espejo que nunca miraba y un abrigo de lana. Tenía madreñas, alpargatas y un par de zapatos. Sus enseres habrían entrado en una maleta de haberla tenido. Qué poco tenía, qué nada. Y con qué nada fabricó un mundo, aquella mujer cuya frase más dicha al recibir algo, era ese «si no me hace falta, yo tengo de todo», que tanto repiten los que saben no inventar necesidades. Y lo decía sintiéndolo porque llevaba tantas vidas allá dentro, diluyendo la suya, que no se veía.

Y cuando a aquella madre tan presente como etérea, tan inmensa como humilde, tan callada como el silencio, le crecieron demasiado los años, pasó a ser un retazo de calma sentada en el banco de piedra, a la puerta de casa, con la aguja caliente por los rayos del sol de mediados de tarde, recosiendo cosidos. Sí, yo disfruté de una Pachamama, una diosa de tierra, campo, alfalfa y reguero. Una masa-madre de artesa, harina y horno de barro con manos doloridas, fuego en la cara, sudor en el cuerpo y hogazas calientes nacidas de ella, durmiendo en el arcón de la hornera.

Es oportuno este inventario porque tal día como hoy –el calendario quiso que coincidan las cosas– dijo su último «Pero hijas, si no necesito nada…». Y allí le quedó la chaqueta con la que regresaría a casa cuando le diesen el alta. Pero su brújula ya apuntaba hacia el Norte y se llevó su nueva chaqueta en un vuelo más alto de lo que estaba previsto.

Los asistentes a su funeral comprobaron que llevaba las manos vacías quien siempre tuvo los brazos repletos. Emprendió aquel vuelo ayudada por un puñado de globos con los nombres de sus nietos, y una cuelga, para celebrar con su marido el cumpleaños, allá donde se hubiesen citado aquel día. Se nos olvidaron las velas y hasta tuvimos la esperanza de que regresara a reñirnos. Hasta en su último viaje, haciendo ‘recaos’ a sus hijos y nietos… Así era Virginia. Nadie mereció más un descanso.

Feliz día a todas las madres del mundo… y del Aire.
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