07/04/2020
 Actualizado a 07/04/2020
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Cada día son noticia las cifras de los nuevos contaminados por el coronavirus, de los muertos y de los curados. Al principio en España eran tan pocos que ellos solos eran noticia muy concreta. Poco a poco, o de repente, empezó a producirse un crecimiento exponencial que nos desbordó, pero fundamentalmente era cuestión de números, hasta que comenzamos a ponerles ya nombre y rostro y a darnos cuenta de que eran personas cercanas o conocidas. Sin dejar de pensar que tampoco nosotros estamos libres. Ahora los guantes y mascarillas han pasado a formar parte de nuestro vestuario habitual. Nos daba la risa cuando decían que en Italia había que guardar al menos un metro de distancia. Pero muy pronto aprendimos la lección. Así mismo nos parecía inverosímil eso de no poder viajaro reunirnos con más gente, y mucho menos tener que permanecer encerrados en nuestras casas. A todo se acostumbra uno.

Lo que ahora vemos muy claro es que estas medidas han llegado muy tarde y que, de haberlas puesto en práctica antes, se hubiera evitado mucho sufrimiento y muchas muertes. No es este el momento de criticar al gobierno, aunque sabemos que, si fueran otros los que nos gobernaran, estaría media España o España entera revolucionada contra ellos. Es evidente que hay dos varas de medir y que funciona a la perfección la ley del embudo. Pero tiempo habrá de comentar esto.

En medio del desastre resulta reconfortante el saber que personas infectadas, algunas de nuestra familiay otras muy queridas, ya están dadas de alta. Pero lo que cuesta una enormidad asimilar es lo de los muertos. Por desgracia he tenido que asistir a varios entierros y es desolador que no se les pueda velar ni llevar a la Iglesia y que no lleguen a media docena las personas que asisten al cementerio. Pienso en este momento en personas muy apreciadas, entre las que se encuentran varios sacerdotes de la Diócesis de Astorga: Don Bernardo Álvarez, todo un joven aunque tuviera ciento un años, Don Gumersindo Baladrón y Don Matías Juárez, humildes y buena gente, Don José Carro, mi predecesor en Columbrianos, mi querido Don Daniel Serrano, durante varios años cura de mi pueblo, y también un buen amigo, aunque de la diócesis de Ciudad Rodrigo, Alfredo Ramajo, delegado diocesano de Enseñanza, joven y lleno de cualidades, que ha dejado un enorme vacío. Pensar que todos estos y otros varios miles con nombres apellidos, hubieran podido salvarse, no deja de ser motivo de tristeza y de indignación.
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