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Más la causa que la vida

15/07/2018
 Actualizado a 17/09/2019
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Ya hace tiempo que tenía en la agenda la preocupación por escribir acerca de la inculturación de la fe. Sobre los hombres y mujeres que, con el estandarte de la fe cristiana, por una parte, han llevado la fuerza humanizadora y civilizadora de la misma a nuevos territorios y personas y, por otra y a la vez, se han dejado empapar de los verdaderos valores morales y sociales propios de esas mismas personas y regiones. Por ese camino de encarnación, el cristianismo primitivo penetró en el Imperio Romano y en otros sistemas sociales del Oriente, y así siguió ocurriendo, aunque, justo es reconocerlo, no siempre con las ideas claras y las manos limpias. Pero esta sería otra cuestión.

Permítanme acudir a situar estos caminos de evangelización sólo en dos testigos. Lejanos en la biografía, cronología y geografía, coincidieron sin embargo en la forma de dar y de recibir.

El primero es el jesuita Diego de Pantoja. La ocasión es que se cumplen los 400 años de su muerte. Nacido en 1571 en Valdemoro (Madrid), fue destinado a China cuando ya el gran apóstol de la inculturación, el también jesuita Mateo Ricci, llevaba quince años de intenso esfuerzo por introducirse en la milenaria y consistente cultura china, en particular, en el confucionismo. El misionero español colaboró con ardor en la obra iniciada por el italiano y, a la muerte de este en 1610, continuó con la misma. Se acomodó a costumbres y principios de la cultura china y así consiguió que muchos nativos acogieran la fe cristiana. Llegaron más tarde las difamaciones y la exclusión: fue expulsado de Pekín y acabó muriendo en Macao el 9 de julio.

El segundo es el claretiano Pedro Casaldáliga (Balsareny, Barcelona), obispo emérito de Sâo Félix de Araguaia, en la Amazonía brasileña, que acaba de cumplir 90 años de edad, atado al martirio incruento del párkinson. Pastor, poeta, profeta, se implicó a lo largo de muchos años, con formas y estilos que no siempre eran fáciles de entender, en defender los derechos de los indígenas campesinos. Frente a terratenientes y latifundistas, levantó una y otra vez su voz, a la que fue asociando a otros muchos que hoy mantienen vivo el esfuerzo por la justicia y por la pervivencia de las culturas autóctonas. En esta frase se resume su opción fundamental: «Mis causas son más importantes que mi vida».

Ambos son testigos y obreros cualificados de cómo el Evangelio se hace cultura y de cómo la cultura modula la sustancia y las formas del Evangelio. Un Evangelio inculturado y una Cultura evangelizada.
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