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Martínez de Pisón, el realismo puro

13/03/2023
 Actualizado a 13/03/2023
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Hablo con Ignacio Martínez de Pisón, es la sobremesa, viene de algunas entrevistas. Llevo varios encuentros con Martínez de Pisón a lo largo del tiempo, siempre amable y cercano: esperas y ahí llega, con una novela profundamente realista, con una nueva novela preñada de detalles y asuntos no siempre bien conocidos por el lector. Ignacio Martínez de Pisón tiene un habla directa y amigable, saca un purito (en la calle), te pregunta sobre tus cosas, qué haces, a qué te dedicas, es un tipo amable y normal. «Yo sólo me dedico a la literatura, ya ves», me dice. Por eso lo hace todo con esa precisión, con ese nivel de conocimiento de lo que fuimos y de lo que somos.

He aquí un escritor que ha analizado nuestra sociedad en épocas diversas, que sabe mucho de la construcción de la familia, de los fantasmas familiares (que decíamos aquí el pasado lunes). He aquí un escritor que hace un realismo limpio como una patena, un realismo que brilla como la hoja de un cuchillo. Los críticos lo comparan con Galdós, con Pío Baroja, con la Pardo Bazán, y él, claro, cuando se lo recuerdo, se abruma un poco, esos nombracos, esos nombres geniales, esos animales del realismo, con perdón. Pero sé que así quiere ser presentado: como el hombre que defiende un realismo capaz de resistir los embates del tiempo, como una forma de abordar la realidad de cara, a pesar, tantas veces, del perfume negro de la muerte, del pasado insoportable, de las máscaras atroces de la tiranía, como hace ahora, en ‘Castillos de fuego’, crudo viaje a la posguerra más oscura en las calles de Madrid, que acaba de ser publicado por Seix Barral.

Lo conocí el siglo pasado, cuando, en 1996, dio a la imprenta ‘Carreteras secundarias’. Ya entonces se estaba pasando al realismo y pronto lo hizo a la novela larga. «De joven no era así», me confiesa. «El realismo envejece muy bien porque suele hablar de una colectividad de seres humanos, de la vida de la gente corriente. Acabo de leer a Galdós, ‘Doña Perfecta’, ‘Misericordia’, y encuentro que todas esas novelas se leen hoy sin problema. Galdós se conserva muy bien, no tengo dudas, como tampoco las tenía Almudena Grandes. Es el creador de la gran tradición de la novela española, y yo diría que se mantiene extraordinariamente fresco», explica.

Martínez de Pisón cree que el escritor ha de ser cronista de su tiempo. El de ‘Castillos de fuego’ es anterior al tiempo del escritor y del cronista. Ambos nacimos en los sesenta. Martínez de Pisón cree que aquel franquismo que ya se acercaba a su fin fue diferente («Franco podría haber caído mucho antes. Cuando la Europa posterior a la guerra disolvió los autoritarismos, Franco tenía los días contados. Pero, de alguna manera, él se las arregló para seguir treinta años más, o sea, toda la vida: nadie lo hubiera pensado de verdad en los cuarenta», dice el escritor. En cierto modo, apunta Martínez de Pisón, les hizo creer que era un muro de contención, «su anticomunismo le garantizaba un papel en Europa», y vendió esa otra forma de autoritarismo envolviéndolo en una cierta apertura, algo que algunos encontraron práctico, manejable, visto sobre todo desde el exterior.

En ‘Castillos de fuego’ asistimos a la historia de una ciudad que empieza a levantarse del desastre, casi aún humeante, dolorida y carcomida por la miseria y el dolor. Muchos edificios en ruinas, grandes descampados, de Chamberí a Cuatro Caminos («hasta allí llegaba el metro en aquella época»). Y una colmena de personajes (hablamos de Cela, claro está, y del reflejo negrísimo que el Nobel hizo de aquellos mismos años) que pugnan por hallar un lugar no ya en el mundo, sino simplemente en su barrio, en su manzana, en su hogar en llamas. Un tiempo de silencio y delaciones («no faltaban soplones y chivatos»), un tiempo en el que sobrevivir era la gran tarea, agarrándose a las escasas tablas de salvación. Alguien que intenta salvar a su hermano de la pena de muerte. Un profesor universitario que se ve encerrado en un laberinto incomprensible de depuración política. Un falangista que trafica con objetos requisados... Algunas de estos personajes beben de biografías reales, como la del jefe de la Brigada Político Social, Roberto Conesa, pero otras responden a una elaboración del autor a partir de las vidas de aquellos años: es un mundo de gente en el límite, capaz de agarrase a un clavo ardiendo, oportunistas, soplones, pero también grandes supervivientes, estraperlistas, inventores de lo imposible.

El muestrario de personajes es amplio y detallado. Martínez de Pisón ha leído («entre líneas») miles de páginas de los periódicos de la época, y algunas memorias, como las de Gila («dicen mucho de aquellos días, porque él, [que nació en Tetuán}, se crió con sus abuelos en Chamberí, en la calle Zurbano»): «estamos ante una ciudad prácticamente en ruinas, salvo, digamos, el Barrio de Salamanca, es el peor momento posible para habitar una gran ciudad, y ahí la vida intenta abrirse camino como puede, en medio de esas fábricas, esas ruinas, esos descampados «donde la gente iba a cagar…», [en la novela, hay un momento en el que una fachada se desploma]. Y, sobre todo», dice, «no olvidemos algo que a menudo se ignora (se ignoran aún muchas cosas de aquellos años, como el saludo brazo en alto que había que hacer en el cine, algo que estuvo vigente durante unos tres años), y es que Franco, en esa época, fusiló a unas 50.000 personas. Había noticia en la prensa («sentencia cumplida», se podía leer), como de otros asuntos del régimen. Me estudié con detalle, día a día, algunos periódicos de entonces», me explica Martínez de Pisón.

Hablamos mucho más. La tarde avanza y el escritor me dice que ahora, por fin, se va a atrever a escribir algo suyo, más personal. Que está en ello. «Nunca lo hice porque considero que la vida de un escritor, al menos la mía, no es especialmente interesante». «Hay pocas cosas comparables, por lo terrible, a una Guerra civil», me dice al irse, «pero creo que, en líneas generales, pronto se va a cerrar el gran debate social sobre aquel tiempo… Sí, lo creo. Aunque sólo sea por el simple desarrollo biológico de la sociedad. Han pasado más de ochenta años y creo que en algún momento se cerrará. Pero, como tema literario, siempre estará ahí: nada mueve la literatura como las grandes convulsiones de la humanidad. Es verdad que está este regreso de los fascismos posmodernos, pero yo creo que un día no muy lejano la Guerra civil nos parecerá algo casi tan distante como las guerras carlistas».
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