23/07/2020
 Actualizado a 23/07/2020
Guardar
En el fin de semana nos anunciaron que había muerto Juan Marsé. En un país normal, sería una pésima noticia. Marsé fue, sin duda, uno de los mejores escritores de la segunda mitad del siglo veinte. También fue un tipo que vivió de acuerdo a unas ideas justas e inmortales. Pero en España, un lugar distópico y completamente loco, su muerte pasa sin pena ni gloria. Es más: los convecinos de Marsé, los catalanes, le han puesto a parir, despreciándole por un asunto tan banal como es que escribía en castellano. Cabría preguntarse por qué es pecado escribir en español en España. El catalán es un idioma que hablan cinco o seis millones de personas. Es un idioma minoritario y lo será mientras el mundo sea mundo. A Marsé nunca le han tragado los independentistas, vaya uno a saber por qué. En sus libros refleja como nadie a esa sociedad catalana que a ellos no les gusta: la sociedad mestiza de los barrios obreros, con inmigrantes murcianos, extremeños o aragoneses, que no acudían a los estrenos del Liceo, ni a la las fiestas en los palacetes de Pedralbes, ni a las cafeterías de postín de las Ramblas. La sociedad que nos cuenta Marsé es la real, la que madrugaba, la que olía a sudor a media mañana. Es evidente que, en su ideal imaginario, los independentistas odiaban a esa gente, muchos de ellos militantes clandestinos del PSUC o de la CNT, los mismos que habían tumbado la rebelión del año 34, cuando la huelga general que debía ser el germen de la República catalana fracasó porque los obreros pasaron de ella. Siempre sucede lo mismo: los sectarios (y ellos lo son y de qué manera) odian a los que no piensan como ellos. Marsé, es evidente, no pensaba como ellos. Son tan ruines que olvidan rápidamente a alguien que es superior a ellos, a alguien que no comulga con su liturgia y con sus mandamientos. Marsé ha muerto el mismo fin de semana en el que sus ‘mártires’ (ma non tropo) han pasado su primer fin de semana fuera de la cárcel. El mayor de ellos, y no sólo por su volumen, hasta dio un pequeño mitin al llegar a su pueblo. Ya pasó el tiempo en que valía aquello de que «quién la hace la paga y se queda con los platos rotos». Un servidor seguirá leyendo a Marsé, a Mendoza, a los Goytisolo y a Pla, sobre todo a Pla, y tratará de olvidar que son unos malos catalanes, unos cabrones, porque tuvieron la ocurrencia de escribir en el idioma de Cervantes.

Hablando de sociedades distópicas...; está cayendo, estos días también, la del pulpo con lo del Rey emérito. Que Juan Carlos I es un salido lo sabemos desde hace lo menos treinta años. Juan Carlos es un digno heredero de las más rancias tradiciones borbónicas. Le encantan las mujeres, la guita y el vino. Es, además, un tipo campechano, accesible a cualquiera que esté cerca de él aún en las más extrañas circunstancias. Ya os conté, aquí mismo, la que montó en León cuando se celebró aquí el Día de las Fuerzas Armadas: agarró por banda a Peio y a Dani, dos fotógrafos de los más peculiares de la plaza, y se dedicó, durante una hora, a hablar con ellos de máquinas, trípodes, ángulos y demás parafernalia fotográfica, mientras los generales les miraban como hacen los tontos al ver pasar el tren. Alguien levantó, hace ya unos meses, la veda contra la Corona. Partiendo del punto y hora de que a este juntaletras se la trae floja la monarquía, la república y cualquier otra forma de gobierno, este asunto no me parece baladí. ¿Que quieren la República? Bienvenida sea. Lo malo es que en esa idílica República seguirá habiendo chorizos, embaucadores, lameculos, prevaricadores y demás fauna ibérica que no está, por desgracia, en peligro de extinción. No cambiará nada. Hombre, si es por una cuestión estética por lo que rezan al advenimiento de la III República, pase. La estética, junto con la ética, son verdaderamente importantes. Pero por nada más aplaudiré su proclamación. Si los que están como locos por lograr este cambio quieren, a su vez y aprovechando la coyuntura, cambiar todo, que hagan una revolución. Como dijo un discípulo del historiador José Fontana a esos mismos hijos de puta que desprecian a Marsé: “en todas las independencias se necesitan muertos”, como se necesitan en todas las revoluciones que cambian el sentido de la historia. Pero, en esta sociedad pre-apocalíptica, nos hemos vuelto cómodos. Es mucho más sencillo hacer la revolución a golpe de whatsapp o de twitter que pegando tiros con una recortada o con un kalashnikov, mayormente porque no corres ningún riesgo. Estamos acostumbrados a que nos lo den todo frito y migado y, así, no se puede ir más lejos que a la vuelta de la esquina.

Que el Rey emérito devuelva el dinero, si es que tiene que hacerlo. Eso sería lo mollar del asunto. Lo demás, lo de que ha follado con todo lo que se le ponía por delante, a uno sólo le causa envidia, y de la mala. Salud y anarquía.
Lo más leído